Son muchas y muy diversas las consecuencias derivadas de la pandemia, desde las evidentes cuestiones sanitarias, pasando por las afectaciones económicas, sociológicas y psicológicas, todas de la mayor importancia en el corto, mediano y/o largo plazo. Una de las secuelas más importantes —si no es que la más importante— tiene que ver con la cuestión educativa y formativa de toda la comunidad estudiantil a nivel mundial, en todos los niveles, especialmente el universitario, como resultado de que, durante un periodo particularmente largo de tiempo, nuestros estudiantes se vieron obligados a abandonar su presencia en las aulas para recibir clases en línea.
Ciertamente, por su practicidad operativa cotidiana, sobre todo en las grandes ciudades, se trata de una modalidad que no solo ha sido bien recibida por algunos estudiantes y profesorado sino que cada vez se escuchan más frases en el sentido de que “ha llegado para quedarse” y de que la mejor manera de enseñar es en línea.
Pienso que antes de aceptar esta tesis conviene pensarlo dos veces. Leyendo hace unos días las memorias del profesor Alejandro Llano (Segunda Navegación, Ediciones Encuentro, 2010), llamó mi atención una reflexión de su parte relacionada de alguna manera con este tema. Señala el profesor Llano que si bien algunos materiales docentes pueden e, incluso, viene bien que se transmitan a los estudiantes por la red, cabe recordar lo que decía Platón sobre las limitaciones de la escritura, que bien pueden aplicarse para el caso de las imágenes, y es que, en los dos casos, al carecer de la solicitud de quien las pensó y expresó, se encuentran desasistidas, lo que conlleva que tengan un carácter mostrenco, al no pertenecer propiamente a nadie que las pueda defender.
Estará pensando usted, amable lector, que no es lo mismo la simple transmisión de materiales docentes vía redes que la “presencia en vivo” del profesor, a través de la pantalla, gracias a los modernos sistemas de video conferencia y efectivamente le doy la razón en esa parte. Sin embargo, estoy convencido de que sin la figura del profesor, en “carne y hueso”, la formación del estudiante se pierde de lo más valioso, que es precisamente esa figura; ese alguien que en sí mismo y con su presencia está llamado a ser algo más que un simple transmisor de mensajes.
Y es que educar, es algo más, mucho más, que la mera transmisión de conocimientos, pues implica —o debe implicar— algo más trascendente, que es acompañar con solicitud al estudiante hacia la verdad. La tarea del profesor no es llenar de contenidos a sus alumnas y alumnos, cosa que puede hacer cualquiera en Google, sino guiar con el ejemplo, llevarles de la mano, sin imposiciones, hacia la verdad y a contribuir al bien común. El profesor auténtico no está llamado a ser un mero transmisor de mensajes, sino que él mismo debe ser el mensaje y esto es de la mayor importancia.
El profesor auténtico es aquel que todos los días, con un genuino sentido vocacional, se empeña en hacer rendir sus talentos de la mejor manera posible para ser mejor persona, entender mejor el mundo y las circunstancias que lo rodean, buscando la verdad, o la “mejor verdad” que pueda alcanzar, con humildad intelectual y apertura de mente, lo que conlleva muchas veces el desafío de las propias creencias; todo esto con el afán de compartir lo aprendido con los demás, consciente de que eso es lo que la sociedad espera de él. En palabras de Einstein, el arte supremo del profesor consiste en despertar el goce de la expresión creativa y del conocimiento.
El profesor auténtico debe ser, por lo mismo, capaz de empapar su labor educativa continua con un genuino cariño hacia los demás. El profesor auténtico quiere a sus estudiantes, les mira a los ojos, se interesa por sus cosas, les escucha con paciencia, sin prisas, y entiende el valor de la alegría que encarna y transmite. Empeña su vida persuadido de que tiene algo más valioso que ofrecerles de lo que podrían aprender en un libro de texto, en un tutorial de Youtube, o a través de una “clase” en línea. Parafraseando a William A. Ward, el profesor mediocre cuenta, el profesor corriente explica, el profesor bueno demuestra, pero el profesor excelente inspira.
El punto que pretendo defender es que no es posible ser un profesor auténtico, un profesor que inspira, a través de una pantalla, por mucho empeño que se ponga. Quienes hemos vivido la experiencia de impartir clases en línea hemos experimentado esa imposibilidad material. Así como no sería lo mismo invitar a un amigo a comer online, cada cual con su comida en la mesa y “conviviendo” a distancia, pues no cabe duda que haría falta el afecto de la cercanía física, pienso que lo mismo aplica para el caso de la docencia, en donde la presencia del profesor en el aula hace una diferencia sustancial.
Para quienes hemos tenido la fortuna de encontrarnos en el camino de la vida con profesores auténticos, ya sea en sus aulas o en calidad de colegas, sabemos que nunca podremos estar lo suficientemente agradecidos con ellos, pues la huella que han dejado en nosotros es una huella para la eternidad, una huella que no detiene su influencia y que principalmente ha quedado impresa en nosotros a través de una figura que en algún momento nos inspiró y nos sigue inspirando con su grato recuerdo.
Rabindranath Tagore, literato, poeta, filósofo, dramaturgo, músico, pintor, bailarín y novelista, célebre por sus valiosas contribuciones al ámbito pedagógico, solía decir que llevaba el peso agobiante de las riquezas que no había podido dar a los demás. Ha llegado el momento de recuperar en nuestras aulas esas riquezas de las que se han visto privados nuestros estudiantes como consecuencia de la pandemia de “clases” en línea.
Universidad Panamericana.
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