Ha comenzado esa etapa de nuestra vida nacional en que seremos testigos de encarnizadas luchas entre los candidatos a ocupar puestos en el ámbito público. Atestiguaremos ese lamentable espectáculo de descalificaciones, insultos, condescendencias, actos de arrogancia e insolencia entre contendientes de partidos opuestos. Un entretenimiento que saturará los noticiarios, medios de comunicación y redes sociales, con independencia de si la información proviene de fuentes confiables o se trata de fake news.
El común denominador de estos “dimes y diretes” que los ciudadanos trataremos de digerir todos los días será la carencia –en la mayoría de los casos– de un contenido lo suficientemente documentado que nos permita analizar a detalle las propuestas que se buscan hacer realidad, en beneficio del bien común.
Lo deseable en cualquier campaña sería que quienes pretenden ejercer un mandato en favor de quienes seremos sus mandantes postulen propuestas serias y debidamente fundamentadas de política pública, pero esto rara vez ocurre y en parte tiene su origen en el hecho de que nuestra época se encuentra dominada por un individualismo exacerbado que, combinado con la lógica consumista –muy propia también de la época– ha dado lugar a singulares cocteles compuestos por ingredientes llamados a satisfacer los apetitos emocionales de los votantes potenciales, con independencia de su sustentabilidad racional.
Eso es lo que con mucho éxito nos “vende” la clase política: aquello que logra llegar al sub-consciente, por irracional que pueda resultar. Es común, por ejemplo, que uno u otro postulante nos presenten propuestas sin fundamento, integradas más por qués que por cómos, dirigidas a ganar nuestros sentimientos, sin dar mayor importancia al hecho de normalizar la mentira, el insulto y la descalificación.
Ejemplos de líderes que han articulado sus campañas de acceso al poder y su permanencia en él, a través de la exacerbación de las emociones colectivas por encima de la objetividad y razonabilidad de sus políticas son muchos y muy variados no solo en nuestro país. El caso de Trump en el 2016; el gobierno de Pedro Sánchez desde 2018; Fernández en Argentina desde 2019; Erdogan con su reelección este año o el nacionalismo de Orbán, por señalar algunos.
La organización de la sociedad es un tema que debe tomarse con la mayor seriedad, por lo que refugiarse en un mal entendido ejercicio de la libertad de expresión –carente de límites– es por demás delicado.
El insulto, el desprecio y la mentira no deberían considerarse instrumentos legítimos en las contiendas por puestos públicos, frente a lo cual tres actores clave podemos contribuir de manera activa y deberíamos estar a la altura de lo que nuestro país requiere para la construcción de procesos propios de un Estado Democrático: la autoridad electoral, en su papel de árbitro, encargado de vigilar que se acaten las reglas del juego; los medios de comunicación, que tienen la delicadísima responsabilidad de transmitir los sucesos de las contiendas con objetividad y profesionalismo; y, por supuesto, la ciudadanía, informándonos de manera responsable y cuidándonos de no digerir cualquier coctel de mentiras que nos pretenda vender la clase política.