Desde el primer día, en septiembre de 1987, Nacho me protegió, me guió, me enseñó y, por supuesto, me jodió para ser parte de lo que fue mi primera experiencia en un equipo de Primera División. Fue una tarde de lunes, yo me presenté en el estadio de la Ciudad de los Deportes con Manolo Lapuente, director técnico del Atlante... “Buenas tardes, profesor Lapuente; soy el portero que manda Rafael Puente”.
—“¡Ah! Sí. Ve al vestidor, que te den ropa y nos vemos aquí en la cancha en media hora”.
Al ver que era yo un portero novato, el primero que se me acercó fue Nacho Rodríguez para, de manera inesperada, darme la bienvenida en cortito, ante la intimidación de grandes figuras que formaban parte de ese plantel: Félix Cruz, Gustavo Vargas, Flaco Tena, Castañón, Dante Juárez, Moses, Ambriz, Chávez Carretero, Raúl Arias, Canessa, Pueblita Fuentes, López Zarza, Chucho Ramírez, Mateo Bravo y el propio Nacho.
Por supuesto que me identifiqué de inmediato con mi colega, quien era el portero titular y un año antes había sido mundialista en México 1986. Pronto fui tan apegado a él que me beneficiaba de sus guantes Uhlsport de palma roja y sus lindos suéteres de la misma marca. Me los prestaba (o regalaba) para jugar con la reserva y al poco tiempo recibí de su autoría el apodo de Cuatro Palos, que durante ese tiempo, y con esa generación, permaneció.
El día de mi debut, en octubre de 1988, Nacho fue el portero suplente de Tigres, nuestro rival. Se acercó para saludarme y, discretamente, al oído me dijo: “Si hay un penal, lo tira Félix Torres. No te muevas, va un madrazo al centro”.
Los años pasaron, con encuentros esporádicos y saludos muy cariñosos. A principios de 2025, se le descubrió un tumor en el intestino y no fue posible extirparlo. Su estado físico se deterioró rápidamente, pero no así su lucidez y mucho menos su fe. Sabía su desenlace y fue sumamente discreto, hasta que un mes antes de su muerte, permitió que su enfermedad se hiciera pública.
Soy un convencido de que la gente de mucha fe (casi siempre, muy religiosa) tiene el beneficio de morir en paz y con el convencimiento de que esta vida es sólo una etapa.
En nuestra última plática, poco antes de su deceso, me quedó muy claro que Nacho transitaba por ese duro proceso hacia la muerte en paz, muy en paz: “El diagnóstico es uno, pero yo me tomo de mi Dios y veo en Él dos escenarios: El primero es que Dios me levante y me restaure, y eso sería grandioso... Pero si decide que estos fueron mis últimos días, también es grandioso, porque si tengo que partir, sé a dónde voy, y voy a reunirme con Él”.
Nacho partió el 20 de mayo; tres días antes, me mandó un mensaje de voz breve y débil: “Hola Félix... Ahí estamos en contacto”. Sí, gracias maestro, ahí estamos en contacto, como el primer día en que te acercaste a mí, en una esquina del vestidor, y me tendiste no sólo la mano, sino todo el magnífico ser que llevaste dentro por casi 69 años.
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