La carcajada de su vida, esa única, pero repetida risa que le provocaba hasta el incontrolable humedecimiento de ojos, cada vez que ella misma mencionaba el chiste: “Una lágrima derramó Ruperta, una sola porque era tuerta”. Nada, nada le hacía reír tan ruidosamente. Porque mi madre era risueña, pero no escandalosa; bienhumorada, pero no simple, y de fácil acceso, pero nunca de fácil derrota.
Morir a los 99 años, con 10 hijos y sus respectivas descendencias, con títulos de licenciatura y maestría, pero con otros tantos nacionales y mundiales en el tenis; sin enfermedades, padecimientos o cirugías considerables, con trabajo docente, de alfabetización o investigación y con enorme lucidez hasta sus últimos días. No es ninguna tragedia, es una bendición otorgada a su inquebrantable fe.
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Tuvimos una madre congruente que siempre se negó a recibir ayuda para sus necesidades esenciales... Y el día que le era indispensable, prefirió partir. Tuvimos una madre austera y tan apegada a la humildad, que sólo manejaba compactos sin aire acondicionado, a quien no le generaba emoción comer en algún restaurante y que se negó a dejar la silla diseñada por uno de sus hijos, pese a ser incómoda.
Carmelita fue tan drástica que un día, tras 20 años de fumar, decidió no volver a tocar un cigarro. Tan convencida que, pasados los 95 años y luego de unos 20 de beber moderadamente su tequila, renunció a servirse el siguiente caballito. Tan apegada a sus costumbres que se incomodaba con un beso, una caricia o un abrazo. Desde que la recuerdo, hasta la última vez que la vi, con ciertos dolores que prefería tener a ser “masajeados”.
La competitividad fue uno de sus más destacados atributos. Lo fue, al grado de no rendirse hasta ser la de mayor edad en la Residencia para ancianos, donde vivió sus últimos 12 años. Sus éxitos en las canchas de tenis no fueron casualidad: Jamás dejó ganar a ninguno de sus hijos... Nos destrozó mientras pudo. Para ella, la impotencia y la frustración eran parte de la educación y el aprendizaje. En 2014 presentó uno de mis libros. Lejos de mostrarse gentil con sus palabras en el rol de madre, asumió la postura para la que se le invitó y fue una dura crítica sobre la conformación del libro, las citas, los capítulos y algunos faltantes que consideró. Agradecí su franqueza.
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A medida que transcurrían los últimos años de su vida, la muerte comenzó a ser uno de sus temas de conversación y reflexión. Sin la menor queja, aceptaba la disminución en sus facultades, que siempre fueron mucho más destacadas de lo que su edad indicaba. Hablaba del deseo por encontrarse de nuevo con quien fue su esposo (y nuestro padre) por 65 años, de la paz con que esperaba su último momento, de la tranquilidad con lo realizado y el agradecimiento con quienes día a día le rodearon.
Cuando uno ama tanto a una persona, entre las más grandes satisfacciones se encuentra la aprobación de quienes la conocieron. No sé si mi madre tuvo enemigos, pero tuvo incontables personas que se convirtieron en amigos o, en su defecto, gente positivamente influenciada por su personalidad y palabras.
Pocos conocimos su debilidad ante Ruperta y pocos la escuchamos carcajear hasta las lágrimas... Muchos gozamos sus ocurrencias, su participación y su claridad hasta muy cerca de los 100 años. Algo podemos asegurar: Su influencia seguirá presente.
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