En 1988 los cielos chilangos eran del mismo color que los de ahora. Los sonidos de las avenidas ya eran insoportablemente estridentes, los fangosos lechos del lago de Texcoco ya habían sido surcados por el metro y millones de mexicanos se movían diariamente por sus modernas líneas. Incluso el virreinal barrio de Mixcoac, mi pueblo, ya estaba totalmente engullido por las cuadriculadas trazas de la colonia Del Valle y la Nápoles. Sin embargo, después de 36 años ni esta ciudad, ni yo, somos los mismos, los dos hemos cambiado, y al contemplarnos mutuamente a ratos no nos reconocemos.
Los recuerdos de mi ayer caminando por las calles del antiguo Distrito Federal, la añoranza de sus colores usuales, y el andar por sus mercados ambulantes me siguen uniendo de alguna manera a ese pasado, pero particularmente a ese año que fue aquel en que al fin disfruté la libertad de vivir mi adolescencia montado en camiones de la ruta 100, estrenando los nuevos peseros de microbús que comenzaban a circular y subiendo a “mi limusina naranja” que era un metro del que todos los chilangos nos sentíamos orgullosos por su orden y limpieza.
Sí, ese fue el año en que me hice y me formé “a golpe de patín”, es decir de caminar, de hacer míos los espacios urbanos, de comer deliciosos tacos de canasta de mole verde y chicharrón prensado en el barrio de la Merced o por diez pesos de los viejos, maravillar mis sentidos con tortas cubanas inolvidables que combinaban queso de puerco, jamón abundante, un pedazo grande de panela fresco, un huevo con chorizo, un empaque completo de paté de cerdo y medio aguacate con chipotle en el puestito blanco enfrente del Sears en la colonia Roma, la misma tienda departamental en que por esos tiempos aún ponía un famoso Santa Claus en sus vitrinas de enfrente de la gran avenida de los insurgentes cuando llegaba la época de Navidad, y que hacía parar a muchos de los transeúntes por sus hilarantes risas grabadas que se escuchaban en los altavoces que daban a la calle.
Era una ciudad donde las huellas del terremoto de 1985 aún se esparcían como heridas abiertas que nos recordaban el horror que habíamos vivido apenas unos años antes. Recuerdo haber caminado en esos tiempos al lado de las ruinas de muchos edificios, sabiendo que abajo de esos escombros, que aún no se recogían, habían perecido personas que yo no conocía, pero que tenían hijos, madres, hermanos y amigos que los habían llorado. Trataba de evitar recordar las noticias de las tragedias de las que todos nos habíamos enterado por la televisión o por amigos o colegas que las habían vivido y trataba mejor de enfocarme en los actos heroicos de tantos hombres y mujeres que salieron a mover las piedras con sus manos, ante un gobierno que se mostraba ineficaz e impotente.
El poder de la naturaleza se había impuesto a los chilangos y nos evidenciaba que el subsuelo de la ciudad era muy peligroso, aunque no menos que los actos de corrupción en los temas de licencias de construcciones que tuvieron (y tienen) como costo vidas humanas.
Confieso que las tradicionales campanas de las iglesias de Mixcoac me siguen conmoviendo, porque me recuerdan mis infantiles caminatas rumbo a la misa dominical de la mano de mi abuela, que a la salida de vez en vez me compraba un luchador de juguete, normalmente mal pintado de gris plata, que evocaba al Santo, mi héroe favorito y de muchos niños de la época, o me invitaba una nieve de fresa que alegremente comíamos al regreso.
Cuando escucho esas campanas, que aún suenan los domingos, evoco ese pasado, son iguales pero al mismo tiempo se han transformado, son tan diferentes, ahora me suenan a añoranza. Esta es la misma Ciudad de México, mi tierra, pero ha cambiado tanto… ¡igual que yo!
En el 88 cumplí 16 años y a esa edad comenzaba a percibir la importancia de la política para nuestra vida e historia cuando llegó “la caída del sistema”, uno de los acontecimientos más impactantes para una sociedad mexicana que ya no se conformaba con un régimen de partido hegemónico, ni aceptaba de manera paciente y grácil las instrucciones que desde el poder dictaba el titular de la presidencia de la República, quien a manera de gran tlatoani giraba órdenes e indicaciones que se obedecían sin mayor rejego.
Ese hecho que se percibió como un gran fraude electoral movilizó a muchos sectores de la sociedad mexicana que tomaron las calles y las plazas. Lo que, aunque hoy no lo parezca, era una novedad ya que pasados los trágicos acontecimientos del 2 de octubre de 1968, el zócalo de la Ciudad de México por 20 años se había reservado para hacer ecos de los desfiles oficiales y los vítores y aplausos para el Presidente de la República en turno en las fechas patrias.
Eran las épocas de lo que Carpizo llamaba las “facultades meta constitucionales” del presidente de la República, cuya única limitación era el tiempo, ya que se trataba de un poder imperial absoluto pero que solo duraba 6 años.
En el 88, la gente hizo saber al hasta ese momento titular del poder de los poderes que tenía voz y quería hacerla sentir pues ya no era suficiente que una olvidada constitución señalara que la soberanía residía en el pueblo, pero que las elecciones no fueran democráticas. Debe recordarse que hasta entonces desde el poder ejecutivo se organizaban y decidían los procesos electorales y desde los colegios de las cámaras de diputados y senadores con criterios políticos y por mayoría se resolvían las controversias.
Eran los tiempos de un México gris, cuya política olía a rancio, pero a partir de ese año todo fue cambiando poco a poco ya que tras “la caída del sistema” salimos miles de mexicanos a protestar, tomamos las calles para gritar con voz al cuello, para exigir que la política se abriera a la gente, que el sistema electoral se democratizara, lo que dio pie a la fundación de unas instituciones electorales que si bien no son perfectas, han garantizado desde hace más de 30 años 3 transiciones de partido a nivel federal y miles de estas a nivel estatal y municipal.
Y así, yo con mis 16 años salí a la calle, me uní a las protestas y hasta entré a gritar a las gradas del Congreso de la Unión, al tiempo que el colegio electoral de la Cámara de Diputados llevaba a cabo la calificación de la elección presidencial.
Yo fui uno de los miles de mexicanos que nos llenamos de ira y desolación cuando ese colegio electoral dio por válida la elección de 1988, y como ganador de la contienda al candidato del partido hegemónico, pero de alguna manera sabíamos que México no volvería a ser el mismo, la gente había despertado y las cosas tendrían que cambiar, no porque el sistema lo quisiera, sino porque el pueblo reclamaba su soberanía.
Son tantos los recuerdos, tantas las evocaciones que a lo largo de mi vida he hecho a esos tiempos de mi juventud, en que desperté a la conciencia individual y social, que quise escribir una novela que recordara mi ciudad, mi barrio, esas luchas que vi con mis propios ojos y mis vivencias en una sociedad chilanga que entonces era muy conservadora. A esa obra literaria la fortalecí con las reflexiones que me han generado pláticas infinitas con actores de la vida nacional que he podido tener gracias a mi trabajo por más de 25 años en el Tribunal Electoral.
Por eso escribí “Las Heridas” (Espasa, 2024), porque de alguna manera el recorrido de estos años como sociedad, como individuos, nos han dejado cicatrices: ¿y qué somos nosotros sino las cicatrices de nuestra historia?
Magistrado Electoral del TEPJF