Esta semana se vivió un intenso debate sobre la posibilidad de anular la elección de quienes ahora encabezarán el máximo órgano del Poder Judicial: la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN).
El centro de la controversia giró en torno a la presunta estrategia ilegal, coordinada y generalizada basada en la distribución de los llamados “acordeones”. Para algunos, esta supuesta maniobra habría sesgado el voto ciudadano y, por ende, alterado de manera sustancial el resultado de la elección.
Es comprensible que, desde distintos sectores, se tuviera la expectativa de que el Tribunal Electoral examinara de oficio la regularidad del proceso, o bien, que supliera las imperfecciones de los medios de impugnación; pero hay que decirle a quienes tienen esa percepción que ni la Constitución, ni las leyes en materia electoral que rigen la función nos dan tales atribuciones. Lo que sí puede esperarse es que el Tribunal decida conforme a la “verdad probada” en el expediente.
Cuando se reclama la nulidad de una elección, el tema medular es la prueba. La validez de la elección se presume y ésta solo puede ser arrebatada mediante hechos sólidos y pruebas contundentes. Esto lleva a preguntarnos ¿cuál era el nivel de prueba necesario para invalidar una elección? ¿Bastan simples indicios o se requiere un grado de convicción plena?
La respuesta, clara desde hace décadas, es que, debido a la gravedad de las consecuencias, la ley y la jurisprudencia exigen un escrutinio riguroso: un estándar de prueba pleno y fuerte. La nulidad electoral no puede sostenerse sobre castillos de conjeturas o en el terreno movedizo de lo probable.
Este umbral no es un capricho de quien juzga. Por el contrario, está absolutamente justificado cuando lo que se busca es que el Tribunal Electoral declare sin efectos la voluntad ciudadana que se expresó el día de la jornada electoral.
Recordemos que en este proceso inédito participaron los tres Poderes de la Unión —Ejecutivo, Legislativo y Judicial— y el INE. Más de 7 mil millones de pesos hicieron posible la organización y preparación de esta histórica elección. Más de 3,000 candidaturas salieron a las calles a pedir el voto y, en particular, para la designación de las ministras y ministros se emitieron más de 100 millones de votos —si sumamos el resultado de cada uno—.
Con esto en mente, el juicio que debemos rendir las y los juzgadores se sustenta en un diálogo con el expediente judicial basado en la razón, los hechos y las evidencias que habitan exclusivamente en él. Nuestra obligación es no extraviarnos en pruebas ajenas, ni argumentos que escapen a la litis.
¿Qué teníamos en el expediente? Apenas 3,188 acordeones físicos, limitados a 7 modelos, frente a casi 13 millones de votos; 45 expedientes en procedimientos especiales sancionadores inconclusos; 32 sentencias de fondo que apenas mencionaron la existencia de los acordeones; medios digitales insuficientes para valorar una entrega masiva. Es decir, un cúmulo de indicios que no alcanzaban para demostrar la existencia de una estrategia coordinada para manipular el voto.
Frente a la insuficiencia, idoneidad y conclusividad de las pruebas, como ocurrió el miércoles, debe prevalecer la voluntad popular que definió quiénes integran la Suprema Corte y cualquier otra instancia judicial del país. Ningún reclamo sin fundamento puede poner en riesgo la democracia ni el funcionamiento de las instituciones electas. Los jueces resolvemos sobre certezas, no conjeturas.
La decisión que tomó la mayoría integrante de la Sala Superior refrendó precisamente el umbral alto de prueba que se requiere para aplicar la máxima consecuencia electoral y buscó, sobre todo, empoderar el voto ciudadano.
En una democracia consolidada como la nuestra, es esencial reconocer que el electorado no es grupo pasivo que puede ser fácilmente manipulado, sino una comunidad activa y comprometida que participa con plena conciencia de sus decisiones. Respetar su decisión es respetar su compromiso con la democracia.
Magistrado Federal Electoral del TEPJFX: @FFuentesBarrera