“Ucrania y sus vecinos eran conscientes de una verdad geográfica: si no se forma parte de la OTAN, Moscú está cerca y Washington D. C., lejos. Para Rusia se trataba de una cuestión existencial; para Occidente no […] Quitemos las líneas divisorias de los Estados, y el mapa al que se enfrentaba Iván el Terrible es idéntico al que hoy debe hacer frente Vladimir Putin” (Tim Marshall, 2017, Prisioneros de la geografía, Ediciones Planeta, Colombia, p. 57).
Uno de los síntomas más inquietante de la decadencia de la democracia liberal es la notable vulnerabilidad que muestra ante la impronta del iliberalismo, visible en la trayectoria cíclica de la política exterior que, por decirlo con indulgencia, hoy transita por una fase depresiva por la disposición trumpiana de engrosar, día a día, el listado de sus enemigos.
Pareciera que el libreto a seguir consiste en caminar en sentido opuesto a lo iniciado por Biden, con el añadido de un extraño respeto -si no es que admiración- por el gobierno autoritario, y por la figura, de Vladimir Putin. Ucrania deberá asumir la pérdida de buena parte de su territorio y abandonar la pretensión de formar parte de la OTAN, cuando no satisface la mayor parte de los requisitos establecidos para ingresar a la Unión Europea.
El reparto indiscriminado de aranceles, la puesta en tensión con los viejos aliados europeos y con los más o menos nuevos socios comerciales norteamericanos, son muestras de algo más que el derrumbe de la globalización y parecen colocarnos -de nueva cuenta- frente a la versión 2.0 de la Guerra Fría; sin embargo, como sostiene Tim Marshall, la geopolítica
subsiste en pleno siglo XXI y es algo sobre lo que, de manera sorprendente, parece estar tomando nota Donald Trump.
En momentos trascendentes de las relaciones internacionales, como el fin de la Gran Guerra en 1918, la intención estadounidense de invocar la Doctrina Monroe ha sido recurrente. En el otorgamiento de la luz verde a Putin para concluir su inventada “operación especial” en Ucrania, no deja de percibirse una intención de reparto de zonas de influencia en la que simplemente no nos puede ir bien.
La entusiasta repetición de la libertad soberana del país opera a contracorriente de una realidad que nos convierte en variable dependiente de la trayectoria, no solo económica, de nuestro vecino del Norte que está estructuralmente imposibilitado de vernos como iguales.
Mientras, con la autorización estadounidense, Ucrania recupera su denominación de Pequeña Rusia, a nosotros nos toca el rebautizo del Golfo de México y la amenaza constante de sufrir las consecuencias de un insuficiente desempeño en las tareas que este autócrata ha encomendado, a los efectos de frenar la migración y a los efectos, también, de detener el flujo de fentanilo, pese a la fuerza de la demanda de los incontables adictos de aquellos lares y de mano de obra barata en numerosas actividades económicas.
¿En verdad no tenemos a dónde voltear? Habrá que reflexionar sobre ello.