Desde hace más de tres décadas la macroeconomía está yendo marcha atrás. Su actual tratamiento no es más creíble que el que existía en la década de los setenta, aunque nadie lo pone en duda porque es más opaco. Los teóricos de la macroeconomía rechazan hechos probados fingiendo una ignorancia obtusa sobre afirmaciones tan simples como las políticas monetarias restrictivas pueden provocar una recesión. Sus modelos atribuyen las fluctuaciones de los valores a fuerzas causales imaginarias sobre las que no influye la acción de ninguna persona” (Paul Romer, Premio Nobel de Economía 2018, citado en Joaquín Estefanía, Estudio Introductorio, de Albert O. Hirschman, La retórica reaccionaria, 2020, Clave Intelectual, S. L., Madrid.

Una elevada tasa de interés, establecida para combatir una espiral inflacionaria, además de acercarnos a una eventual recesión suele tener un efecto antiinflacionario débil o nulo cuando el incremento de los precios -como ha pasado desde el inicio de la pandemia- se origina por el lado de una oferta imperfectamente inelástica; en su más reciente reunión, la autoridad monetaria (Banxico) decidió reducir en medio punto porcentual la tasa de interés pasiva, para dejarla en 9.5 %.

La apariencia de colocarse fuera de la órbita de la tasa de referencia del Sistema de la Reserva Federal estadounidense (FED), pasando de 6 a 5 puntos de diferencia (siempre por arriba de aquella), pareciera el repentino reconocimiento sobre el verdadero determinante del tipo de cambio que, en la actualidad, proviene de las ocurrencias del señor Trump relativas a la amenaza arancelaria, pausada pero no cancelada.

Cuando la tasa de interés pasiva (la que se paga a los ahorradores) baja, la reacción de la activa (la que los intermediarios financieros cobran a los sujetos de crédito) es considerablemente lenta y, en ocasiones (como con la que acompaña a las tarjetas de crédito), inexistente. Una velocidad y reacción totalmente distinta a la que se aprecia cuando la primera sube.

Todo esto significa que, por meterse donde constitucionalmente no le incumbe (en el cuidado del tipo de cambio), el Banco de México le complica enormemente la marcha económica al país: el crédito caro inhibe a la inversión y obliga al gobierno a destinar sumas considerables para servir a su endeudamiento interno; las altas tasas de interés castigan al consumo de bienes duraderos y vivienda que suelen financiarse mediante crédito. En fin, son un premio, del todo inmerecido, para los especuladores globalizados.

Hubo un tiempo, cuando se creó el Banco de México en 1925, tal cual quedó previsto en la Constitución de 1917, Artículo 28, y cuando se puso al servicio del desarrollo nacional, en que nadie imaginó su autonomía. No le vendría mal al llamado Plan México, considerablemente más adornado de objetivos que de medios para alcanzarlos, el inicio de la revisión de la utilidad de tal autonomía, ahora que el país aparece como espacio privilegiado para los abusos del capital financiero, con la complacencia de la llamada autoridad monetaria.

Desde el presente, cuesta trabajo imaginar las talentosas gestiones del Ingeniero Alberto J. Pani o del abogado Eduardo Suárez para ejercer una política monetaria expansiva, recurrentemente deficitaria, que explica -para ponerlo en términos actuales- la grandeza extraviada de nuestro país. El libro más reciente del Rector de la UNAM, Doctor Leonardo Lomelí, lo explica con meridiana claridad. Ojalá lo lean en Banxico y en Hacienda. Más nos vale.

Únete a nuestro canal ¡EL UNIVERSAL ya está en Whatsapp!, desde tu dispositivo móvil entérate de las noticias más relevantes del día, artículos de opinión, entretenimiento, tendencias y más.
Google News

TEMAS RELACIONADOS

Comentarios