“Y, en 1937, el presidente, profundamente preocupado por una insólita serie de fallos de la Suprema Corte que había anulado la mayoría de las medidas tomadas para la realización del Nuevo Trato, propuso un plan para reformar a dicho tribunal supremo. El método consistió en enviar a retiro a los jueces de edad avanzada y meter sangre nueva en el tribunal […] regresar a la tradición que consideraba que la Constitución era un instrumento flexible de gobierno antes que una barrera que se oponía al gobierno” (A. Nevis, H. Steele Commager & J. Morris, 1994, Breve historia de los Estados Unidos, FCE, México, p. 421).

En el mismo año en el que el presidente Roosevelt adoptaba medidas para meter en cintura a la Suprema Corte de su país, Keynes publicó un pequeño, pero importantísimo artículo que, curiosamente, tenía casi el mismo título que el libro publicado un año antes, The General Theory of Employment. En él, enfatiza el carácter radical de la incertidumbre:

“El sentido en el que estoy utilizando el término es aquel en el cual la perspectiva de una guerra europea es incierta, o el precio del cobre y el tipo de interés de aquí a veinte años, o la obsolescencia de los inventos, o la situación de los poseedores de riqueza privada en el sistema social de 1970. En estas cuestiones no existe ninguna base científica sobre la que pueda formarse ninguna probabilidad calculable. Sencillamente no lo sabemos”(Keynes, 1937, The General Theory of Employment, citado en Skidelsky, 2015, The Essential Keynes, Penguin Random House, UK, P. 265).

La incertidumbre que hoy nos acompaña, muy a pesar de la soberbia con la que la teoría neoclásica pretende identificarla con el riesgo, actuarial y mensurable para acabarla de acabar, tiene un efecto paralizante en la inversión y, en menor medida, en el consumo; eventualmente, también puede tenerlo en un gasto público que, por añadidura, es víctima de un peculiar, republicano, austericidio.

La debatida reforma judicial ya es una realidad, muy a pesar de los juicios adversos que recibe y, lo más pronto posible, debe ponerse al servicio del desarrollo. Cuando el Plan Nacional de Desarrollo, con el Plan México como columna vertebral, tiene tan encomiables y numerosos propósitos es indispensable acercarle los medios para su realización. Si la inversión privada, nacional y extranjera, brilla por su ausencia, es el momento de poner la muestra desde el gobierno.

Se dice que, hoy, el gobierno mexicano puede hacer lo que quiera sin la estorbosa oposición judicial. Pues bien, el país y la sociedad requieren una reforma fiscal que le otorgue soberanía financiera al gobierno y que reduzca nuestro mayor problema moral, que es la multidimensional desigualdad; requerimos un Banco Central comprometido con el desarrollo nacional y no con el capital financiero internacional; es hora de preguntarnos -a los cien años de su creación- ¿para qué nos sirve la “autonomía” del Banco de México? También es urgente regular los impresentables márgenes de intermediación de la banca privada establecida en el país y casi totalmente extranjera: una corte de auténticos parásitos, empeñados a colocar a las familias, a las empresas productivas y al mismo gobierno en deuda.

Roosevelt ya nos puso la muestra hace buen rato: las reformas tienen un para qué. Y ya es hora de honrar el propósito de reducir radicalmente pobreza y desigualdad en México. La incertidumbre debe provocar previsiones y una poderosa acción gubernamental; si gustan tanto las misiones de Mariana Mazzucato, hay que poner en marcha las propuestas en el Plan México.

Federico Novelo U.

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