“El sufragio universal se asociaba (durante los primeros años del liberalismo posrevolucionario), por una parte, a la oclocracia (el gobierno de la muchedumbre), la violencia y el desorden y, por otra, con la credulidad, la falta de juicio y la sumisión” (Helena Rosenblatt, 2020, La historia olvidada del liberalismo. Desde la antigua Roma hasta el siglo XXI, Crítica, México, p. 76).
En su muy aclamado libro, publicado en 2014 (Capital in the Twenty-First Century), Thomas Piketty explica que la duradera causa de una desigualdad que, además, se profundiza está en r > g, done r es la tasa de crecimiento de la remuneración al capital y g es la tasa de crecimiento de la economía; la pregunta pertinente es: ¿a qué capital se remunera en esa proporción? No es al capital productivo que, sin duda, es un factor de la producción en las actividades primarias y en las industriales.
El inmerecido premio lo recibe el capital financiero que no es un factor productivo sino una herencia feudal rentista que, como en el caso de la vieja clase terrateniente, cosecha donde no sembró; ese carácter parasitario del rentismo fue denunciado y combatido por David Ricardo durante la primera mitad del siglo XIX. El terrateniente, por lo general, no procuraba ningún tipo de mejora a la tierra de su propiedad y, por ello, no participaba, como los beneficios y los salarios, en el proceso productivo, al tiempo que representaba un precio de monopolio. La vieja disputa por el excedente contaba con dos actores legítimos: el capital productivo y el trabajo y, otro, ilegítimo e inmoral: el terrateniente.
En la actualidad, el nuevo parásito es el capital financiero: recibe dinero de los ahorradores, lo coloca entre empresas y familias, con tasas altamente diferenciadas o, cuando no lo puede colocar, lo emplea en la compra de bonos gubernamentales o en espacios especulativos. Vive de lo que no es suyo y obtiene enormes ganancias, al tiempo que castiga a la economía productiva con altos costos del dinero para el consumo y para la inversión.
Cuando el ritmo de crecimiento de la tasa de interés supera al ritmo de crecimiento de los salarios y de los beneficios en la economía productiva, el parásito financiero le chupa la sangre al consumo y a la inversión, con una extraña complacencia gubernamental. Los bancos españoles que operan en México, hoy tienen problemas en Europa, pero en nuestro país obtienen cerca del 60 % de sus ganancias globales; en la medida en la que sigan provocando insolvencia de las familias y de las empresas, más temprano que tarde enfrentarán los problemas de impago de quienes no pueden consumir (o invertir) y, a la vez, amortizar deudas.
En uno de sus trabajos más luminosos, El 18 brumario de Luis Bonaparte, Carlos Marx analiza la forma en la que el bonapartismo se legitima frente a los distintos intereses, los de los trabajadores, los del capital, los de la Iglesia, con el método peculiar del cesarismo: emplear una vía democrática para instaurar el despotismo; ganar elecciones para acabar instaurando el II Imperio. En esa talentosa búsqueda, el barbudo terror de los sacristanes encuentra los altamente diferenciados privilegios de la aristocracia financiera.
Cuando en una sociedad altamente desigual le va muy bien a un parásito de la economía productiva, como es el capital financiero en México, a todos los demás tiene que irnos muy mal. Y así estamos. En ocasión de la clausura de la 86
Convención Bancaria, el pasado 17 de marzo y al calor de numerosas cuentas alegres, el presidente de la república exhortó a los banqueros a seguir obteniendo grandes beneficios mediante negocios lícitos en el país; no solo frente a la muy alta posibilidad que, en el mercado cambiario y en la conversión de remesas en pesos, se incurra en formas concretas de lavado de dinero (riesgo por el que el Banco del Bienestar dejará de recibir remesas), vale la pena recordarle al presidente que uno de sus dichos más frecuentes es el que hace la diferencia entre lo legal, lo legítimo, lo justo y lo moral. No hay que mentir… tan seguido.