“… respecto de los gobiernos que han declarado y mantenido su independencia, y la cual hemos reconocido con base en grandes consideraciones y lo justo de sus principios, no podríamos ver la intervención de alguna potencia europea que tendiera a oprimirlos o controlarlos de cualquier otra manera su destino, sino como la manifestación de una disposición poco amistosa hacia los Estados Unidos” (Mensaje del presidente James Monroe al Congreso del 2 de diciembre de 1823).
El poder represivo y los apetitos imperialistas de la Santa Alianza (Austria, Francia, Prusia y Rusia), a los efectos de ciertos reclamos rusos sobre la costa noroccidental de América y, también, a los efectos de la sugerencia zarista de tomar en consideración la intervención europea para restaurar las recién independizadas colonias iberoamericanas a España, provocaron una importante reacción del secretario de Estado John Quincy Adams: “Adoptaremos claramente el principio de que el continente americano ya no está sujeto a nuevos asentamientos coloniales”, con apoyo en la que sugirió al presidente que hiciese una declaración al respecto, en su séptimo mensaje al Congreso. Ese es el origen de la que, hasta 1853, alcanzó su bautismo como Doctrina Monroe.
Su reiterada invocación, desde la que aparece en boca -nada menos- del presidente James K. Polk hasta el primer corolario de Theodore Roosevelt, para convertir a los Estados Unidos en un Estado policiaco internacional (muy conveniente durante la construcción del canal de Panamá), pasando por la oposición a la intervención francesa en México, por la ampliación establecida por el presidente Grant para prohibir la transferencia de territorio europeo en el nuevo mundo de una potencia a otra y por la impuesta por el presidente Hayes respecto al control estadounidense de cualquier canal interoceánico en el hemisferio occidental.
En su versión original, la doctrina era antiimperialista, anti intervencionista, recíproca, con arreglo al discurso de despedida de George Washington (“La gran regla de nuestra conducta con las naciones extranjeras es, al paso que extendemos nuestras relaciones mercantiles, tener la menor conexión política […] Europa tiene muchos intereses primarios que no tienen ninguna o muy poca relación con nosotros”) Al paso del tiempo y en atención a sus intereses políticos y materiales, diversos gobiernos estadounidenses -particularmente durante la Guerra Fría- fueron convirtiendo a la doctrina que defendía la independencia de las naciones componentes del hemisferio, en un pretexto para realizar innúmeras intervenciones, cínicas u ocultas, para desestabilizar, imponer o deponer gobiernos.
En un mundo en el que todavía hay un espacioso sitio para el asombro, el actual gobierno gringo acaba de presentar su Estrategia de Seguridad Nacional, que -mediante el corolario Trump a la Doctrina Monroe- convierte al hemisferio Occidental en un vasto protectorado, sometido a los designios del demente de la Casa Blanca y mafia que le acompaña para los efectos de con quién, y con quién no, comercializaremos, construiremos infraestructura, acordaremos inversiones y relaciones culturales, y un gravísimo y prolongado etcétera.
En aparente reciprocidad, el establecimiento de esta suerte de área de influencia (es un decir), permite que Europa -si sigue negando la soberanía a los países integrantes de la Unión- se convierta en el espacio de influencia de Rusia y buena parte de Asia en el de China.
El llamado orden internacional, en el que la institucionalidad que surgió al término de la Segunda Gran Guerra tiende a la redundante ineficiencia, está en graves aprietos, por lo menos, de aquí a la partida definitiva del subnormal. Morenita del Tepeyac: En reciprocidad con los festejos que en estos días te honran, haznos el favorcito; por lo que más quieras.

