“Cuando lo único que tienes es un martillo, todos tus problemas comienzan a parecer clavos” (Marc Twain).

En una simplificación excesiva, el maravilloso “escribidor económico”, como le gustaba autodefinirse a John K. Galbraith, se permitió afirmar que la política industrial solo era un nombre elegante para el proteccionismo. Donde, en el vasto territorio latinoamericano, se pudo emprender la política industrial conducida por el Estado, floreció la industrialización sustitutiva de importaciones con una voluminosa caja de herramientas, entre las que el proteccionismo fue una más y solo eso.

El reparto agrario, la sindicalización de la clase trabajadora, la política salarial, la educación técnica, las compras gubernamentales, la selección de sectores y ramas ganadores y un largo etcétera fueron, y aún lo son en países como Corea del Sur, las partes integrantes de una verdadera política industrial que, hoy en México, echamos en falta.

La producción y el consumo en masa incentivaron la innovación técnica y, en casos de bajo horizonte tecnológico, la transferencia de procesos y productos desde el capitalismo maduro y mediante las empresas multinacionales, que ocuparon un sitio relevante en la obtención de los beneficios generados. La estrategia, orientada por un razonable patriotismo gubernamental, pudo establecer una distancia considerable con el pernicioso nacionalismo económico que fue elemento medular en el ascenso del fascismo italiano, del nacionalsocialismo alemán, del Partido Seiju japonés y del trumpismo de ayer y de hoy.

Sin el resto de componentes de la política industrial, el proteccionismo arancelario es un arma de alto riesgo para quien la empuña, entre otras razones, por la posibilidad de recibir respuestas de igual o mayor calibre y de iniciar una espiral de elevación de barreras al comercio que, en obvio de términos, nacionaliza la inflación y le hace un notable guiño a la recesión.

Además de inconveniente, el juguete arancelario parece ser el único juguete del que dispone el señor Trump, al menos en su peculiar retórica de negociador pendenciero y amenazante. Entre los halcones que está reclutando para el próximo gobierno no parece haber alguien capaz de explicarle que serán los consumidores estadounidenses quienes pagarán los aranceles que se dispone a aplicar a las importaciones desde Canadá y México.

El problema terapéutico que, desde territorio canadiense y desde la opaca y desorientada oposición mexicana, se hace visible, consiste en la intención de tratar como un loco de atar, con excesivo temor y comedimiento, a quien es solamente un incurable tonto. El Primer Ministro de Ontario, Doug Ford y la curiosa versión de polko con trenzas -en la persona de la senadora Lily Téllez-, compiten por agraviar a México y a su gobierno, concediéndole la razón al infradotado.

Desde el 2012, Dany Rodrik nos advirtió, mediante su célebre trilema, que -entre democracia, globalización y soberanía- cada nación encontrará solamente un binomio; es decir, que solo se podrá escoger a dos de las tres posibilidades. En su primera gestión, el señor Trump puso en apuros a la globalización y… a la democracia; sus amenazas de deportaciones y aranceles privilegian a su elección de soberanía y, de paso, representan un nuevo episodio de iliberalismo. La luminosa impronta que toma su sitio en la historia política occidental con la revolución francesa, ya fue canibalizada por el neoliberalismo y, ahora, enfrenta la embestida de los anti liberales.

Al respecto, la presidenta mexicana se inclina por la parte disponible de globalización que representa el T-MEC, y por la soberanía, honrando al orgullo nacional; la purga institucional en curso (la cancelación de contrapesos), como diría Nadia Urbinati, desfigura a nuestra de suyo deforme democracia. No se puede todo.

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