“Hizo aumentar el mal la voraz usura, que, reiteradamente condenada por la autoridad de la Iglesia, es practicada, no obstante, por hombres codiciosos y avaros bajo una apariencia distinta. Añádase a esto que no solo la contratación del trabajo, sino también las relaciones comerciales de toda índole, se hallan sometidas al poder de unos pocos, hasta el punto de que un número sumamente reducido de opulentos y adinerados ha impuesto poco menos que el yugo de la esclavitud a una muchedumbre infinita de proletarios” (León XIII, 5 de mayo de 1891, Carta Encíclica Rerum Novarum, sobre la situación de los obreros, p. 2).

Con antelación al atrevimiento del hijo de un minero de Sajonia, Luther, Lhuder, Lutter, Lutero o Lotharius, como era diversamente conocido, de clavar sus 95 tesis en la puerta de la iglesia de Todos los Santos de Wittenberg el 31 de octubre de 1517, se reconocía un considerable alejamiento de la Iglesia católica respecto a los evangelios, notablemente perpetrado por los Papas españoles, que provocaron intentos de reforma durante alrededor de dos siglos antes de Lutero.

La poderosa llamada de atención que comportaba la Reforma evangélica, además de dividir al mundo de la Iglesia católica (= universal) y desgarrar a Occidente, obtuvo la pronta, vigorosa y sangrienta respuesta de la Contrarreforma que, en sí misma, informaba con elocuencia de la indisposición de la jerarquía a poner en práctica cualquier reforma. Habría de transcurrir un considerable lapso de la historia de la religión para el ejercicio de alguna

autocrítica, sin concesión visible a la original intención de Lutero: elucidar la verdad sobre el sacramento de la penitencia, pretensión realmente oportuna por la entonces vigente venta de <<indulgencias>> que, en obvio de términos, permitía a los compradores abreviar su estancia en el Purgatorio:

“Una indulgencia no puede nunca remitir de culpa; ni el Papa mismo puede hacerlo; Dios ha guardado eso en sus manos”;

“El cristiano que tiene auténtico arrepentimiento ya ha recibido perdón de Dios, sin ninguna intervención de indulgencias, y por consiguiente no tiene ninguna necesidad de ellas” (De las noventa y cinco tesis de Lutero).

Gran parte de la eficacia del reformismo luterano se obtuvo por la impresión del Evangelio en las lenguas vernáculas de quienes se animaran a conocerle, reforma que la Iglesia católica alcanzó hasta el Concilio Vaticano II, celebrado entre 1962 y 1965, promovida por Juan XXIII e impugnada por la robusta ala conservadora del catolicismo.

El ascenso al papado de León XIV, de un lado, alienta las esperanzas en la profundización del reformismo impulsado por Francisco hasta su muerte, más retórico que normativo; de otro lado, la velocidad con la que se logró el consenso que le encumbró informa de una posición conciliatoria entre reformistas y conservadores, que previsiblemente ni da marcha atrás a esas reformas ni las habrá de profundizar.

La adopción del nombre de León XIV inevitablemente evoca a la figura de León XIII y a su notable encíclica Rerum Novarum, que da origen a una Iglesia Católica con sentido social, notable en las tareas de la Democracia Cristiana

para la edificación del Estado de Bienestar europeo, al término de la II Guerra Mundial.

Frente al carácter utilitario de buena parte de las diversas versiones evangélicas; frente al creciente Islam y de demás ofertas de servicios metafísicos, la Iglesia Católica ha venido experimentando -de tiempo atrás- un inquietante adelgazamiento de su feligresía que expresa la urgencia de un extraño tipo de reformismo, consistente en el retorno al origen, al más valioso tesoro de la Iglesia misma, que es el Evangelio. Si las cosas en palacio van despacio, en el Vaticano van con mayor lentitud; el reformismo es un tema existencial para el catolicismo; ¿cuesta tanto entenderlo?

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