En memoria de mi querido Cabecilla, Ángel Heredia Espinoza, fallecido el pasado 3 de octubre. Descanse en Paz.
“La primera globalización (1870-1910) vio el ascenso de Occidente, la segunda (1980-2020) el ascenso de Asia; la primera condujo a un aumento de la desigualdad entre países, la segunda a su declive. Ambas globalizaciones tendieron a aumentar las desigualdades dentro de las naciones” (Branko Milanovic, 2025, ¿Qué viene después de la globalización?, Jacobin, pp. 4 y 5).
Hace algunas semanas, Adam Tooze describió el éxito chino en la globalización como un resultado lógico de practicar la normatividad de Bretton Woods, y no la de la globalización, tanto en la economía doméstica como en la global; el trabajo de Milanovic -citado en el epígrafe- arroja intensa luz sobre este éxito, haciendo una diferencia entre la política nacional y la internacional, bajo la figura leninista de la posición dominante del Estado en la economía, planteada en la Nueva Política Económica (NEP, por sus siglas en inglés, 1921).
China combina dos facetas, donde el poder del Estado se mantiene intacto a nivel nacional, mientras aprovecha las ventajas del libre comercio -desplegadas plenamente- a nivel internacional. El panorama occidental, especialmente estadounidense, opera casi exactamente al revés.
Con las dos administraciones trumpianas, el neoliberalismo y su estela de desigualdad creciente es la característica central de la política interna: recortes fiscales, desregulaciones diversas, reducción del Estado privatizando sus funciones, mayor explotación de los recursos naturales (combustibles fósiles incluidos), debilitamiento de opositores y una peculiar apropiación de los dos poderes distintos al Ejecutivo, más la firme intención de añadir a la cesta de la Casa Blanca al Sistema de la Reserva Federal. La política internacional, impulsada por el mismo gobierno, se ha encaminado al neomercantilismo, advertido por Joan Robinson al despuntar los años ochenta del siglo pasado, y recuperado por Milanovic en la actualidad.
La globalización, que es creatura del neoliberalismo, con su apología del libre comercio, la destrucción de barreras arancelarias y no arancelarias, tipos de cambio flexibles y la libre circulación de la cuenta de capital en tecnología, bienes y servicios produjo el doble resultado, no previsto, primero, de establecer una alianza no pactada, tácita, entre el capital occidental y la fuerza de trabajo asiática (los dos beneficiarios indiscutibles de la globalización) y, segundo, de convertir a China "en un rival creíble para la hegemonía estadounidense". Así, se entiende la inapetencia del actual gobierno de los Estados Unidos por la continuación de esa globalización.
En la exaltación del curioso patriotismo, abrazado por Donald Trump, se cocina el crepúsculo de la globalización, mediante el uso o la amenaza arancelarios que, con su sola invocación, conducen a mejor vida al libre comercio. La construcción de políticas industriales ("un nombre elegante para el proteccionismo", en la aguda descripción de John K. Galbraith) y en diversas restricciones, también, a cierto tipo de exportaciones, especialmente hacia China, se completa un cuadro que encaja muy bien con la resurrección del mercantilismo.
Aquella duradera etapa histórico-económica, entre otras cosas, alumbró a los monopolios creados por el Estado, más específicamente, por las coronas, la británica y la de las Siete Provincias (hasta hace poco, Holanda y, hoy, Países Bajos), con sus respectivas "compañías de indias". Los apetitos monárquicos de Trump, en este renacido mercantilismo, encuentran su más adecuado caldo de cultivo. La globalización fallece y el neoliberalismo, aún, goza de cabal salud. Salud.