“3) como los recursos no son intercambiables, algunos bienes alcanzarán una condición de inelasticidad en la oferta a pesar de haber recursos sin empleo disponibles para la producción de otros bienes” (John Maynard Keynes, 1958, Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, FCE, México: p. 285).
El epígrafe de esta entrega corresponde a las complicaciones que, en la lógica keynesiana, habría de enfrentar la aplicación de la teoría cuantitativa de la moneda (TQM) a la realidad. Es, también, una temprana, profética, negación de la interpretación friedmanita de la inflación (“Siempre y en cualquier momento, un fenómeno monetario”).
Con el apogeo del neoliberalismo, durante los años noventa del siglo pasado, la versión del monetarista se impuso a la hora de las reformas institucionales y, en calidad de cuasi pandemia, se verificó la independencia de las bancas centrales por todo el mundo; en la mayor parte de los países, México incluido, se les otorgó el único mandato de combatir a la inflación.
Con esta decisión, nuestro (¿?) Banco de México (y nuestro gobierno) se adscriben a la TQM como la única fuente posible del incremento de los precios, ignorando el origen estructural propuesto por Keynes y que nos explica una espiral inflacionaria originada en un choque (inelasticidad imperfecta) del lado de la oferta.
Si la oferta se rezaga, como ocurrió con la pandemia, con la decisión del Partido Comunista Chino de cero covid, y con la invasión rusa a Ucrania, los precios de todos los suministros provenientes de las áreas de conflicto se elevan y la necesidad de dotar de elasticidad a la oferta para empatar a la demanda exige medidas de estímulo, nunca de austeridad, y una política monetaria expansiva y no restrictiva. La TQM supone, esa adicción siempre equivocada de los economistas, que la inflación se origina invariablemente del lado de la demanda y, por ello, impone el endurecimiento de la política monetaria mediante la elevación de la tasa de interés de referencia, la pasiva (la que paga a los ahorradores), con un efecto desproporcionado sobre la activa (la que se cobra a los sujetos de crédito).
Lo anterior ha significado una dificultad notable para el desarrollo de la economía productiva y un premio inmerecido para la especulación promovida por el capital financiero, desde hace décadas desacoplado de la primera y aplicado a cosechar donde no ha sembrado. La rentabilidad de las actividades productivas lícitas debe superar, durante toda la vida útil de los bienes de inversión, a la suma de ambas tasas de interés: a la primera, en calidad de opción (el ahorro) para la parte del ingreso que excede al consumo; a la segunda, por la indispensable adquisición de crédito (deuda) para iniciar la actividad productiva.
Es el caso que, siguiendo los consejos de Mefistófeles (afortunadísima descripción que hizo Stefan Zweig de la impresión de moneda desaforada, en Austria y bajo la responsabilidad de Joseph A. Schumpeter, durante la Gran Guerra 1914-1918), nuestra autoridad bancaria, de tiempo atrás, ha dispuesto mover la tasa de interés en paralelo al movimiento de la del Sistema de la Reserva Federal (FED) estadounidense, con la particularidad de hacerlo un 6 % por arriba; de ahí el espejismo del super peso que no es otra cosa que el exitoso llamado a los capitales golondrinos para hacer su agosto en México. Una orgía especulativa, en la que nuestra autoridad monetaria se ha metido donde no ha sido llamada (en la reducción del tipo de cambio, la cantidad de pesos que hay que pagar por un dólar), con la bendición de las agencias calificadoras que, hoy, la critican.
¿Qué critican los animadores de la actividad especulativa? La “arriesgada e imprudente” decisión de reducir ¡en un cuarto de punto porcentual!, de 11 a 10.75 %, la tasa de interés de referencia, invocando la singularidad del mandato constitucional que es ajeno a considerar el crecimiento de la economía nacional. La argumentación de los dos subgobernadores y de la gobernadora que votaron por la pequeña reducción, se alimenta de las trayectorias divergentes mostradas por la inflación general (encabezada por la elevación de precios de los alimentos) y la subyacente, que se refiere a la menor volatilidad en el mediano plazo. Ya se sabe que, en el largo, todos estaremos muertos.
El razonamiento seguido por los bajistas es que la inflación general ha crecido, y lo seguirá haciendo, mientras que la subyacente tiende a acercarse a los objetivos de gravitar, punto más o punto menos, alrededor del 3 %.
La reacción de las calificadoras, presuntas e impunes corresponsables de la Gran Recesión en el otoño de 2007, mueve a preguntarse: ¿de quién es autónomo nuestro banco central? Por desgracia, de cualquier control democrático. No del capital financiero internacional. Cuando la tasa de interés baje todo lo que debe para permitir la rentabilidad de la economía productiva, ya podemos imaginar las reacciones del lado de los campeones de la especulación.