“El 29 de marzo de 1867, la reina Victoria firmó la Ley de la América del Norte Británica, que fue proclamada el primer día de julio del mismo año. Con esa formalización dio comienzo una accidentada vida política de Canadá que ha transitado de los gobiernos conservadores a los liberales y al revés, en una complicada construcción de las instituciones básicas” (Peter Waite, 1994, Entre tres océanos; los desafíos de un destino continental, en Historia ilustrada de Canadá, FCE, México, p. 350)
La independencia del Canadá fue una decisión propuesta por el Primer Ministro británico -Edward Cardwell- desde 1864, y aprobada por la reina Victoria como respuesta a los apetitos expansionistas estadunidenses que se incentivaron por algunos incidentes ocurridos durante la Guerra Civil (1861-1865); entre ellos, destaca el relativo al barco confederado ALABAMA. Construido en Liverpool como barco mercante, que tenía las características de un barco de guerra y que, durante dos años, causó serios estragos a la marina de la Unión.
Al ser hundido en el Golfo de Vizcaya en 1864, los daños directos de sus actividades habían ascendido a 15 millones de dólares, en la redondeada contabilidad del bando vencedor. Tanto el Departamento de Estado como buena parte de la prensa estadunidense afirmaron que el barco mencionado había prolongado la guerra en dos años, con lo que las reclamaciones indirectas a la Gran Bretaña ascendían a 4 000 millones de dólares.
“Una buena manera de pagar esa cuenta, insinuaron no muy delicadamente los estadunidenses, podía ser la cesión de la América del Norte Británica. Los británicos no podían permitir que los estadunidenses la tomaran, pero no había nada de malo, nada que pudiese ofender el orgullo británico, en que los colonos mismos decidiesen tomar en propia mano su futuro. También sería algo mucho más barato” (Waite, Loc. Cit.).
Es una paradoja de la historia que México y Canadá hayan podido, durante el mismo año (1867) y por un par de peculiares incentivos originados por los Estados Unidos, definir sus respectivas estrategias de modernización. Acá, tras la Restauración de la República, por medio de la urbanización y del orden y progreso positivistas. Allá, mediante una Política Nacional, conservadora, profundamente proteccionista:
“… está gran verdad debes saber, los países crecen sólo por sus manufacturas… tus herramientas, tus armas, tus ropas, hazlas cerca. Tus agricultores a tus trabajadores todos suministrarán alimentos, y tus obreros a ellos todo lo que necesitan, todos se ayudarán a todos y las ganancias vendrán… Surgirá la fuerza y a Canadá se le conocerá no como una mezquina colonia sola… El presente ha llegado; el perezoso pasado se ha ido, tendremos un país o no tendremos ninguno” (Diario Grip, Ottawa, 14 de mayo de 1877).
En el caso mexicano, Napoleón III debió lamentar la conclusión de la Guerra Civil teniendo en cuenta una de las dos caras de la Doctrina Monroe; de paso, tuvo que prepararse para una amarga lección militar que, al despuntar la siguiente década, le sería obsequiada por Bismark, en plena metamorfosis de la Liga Pangermánica en la poderosa Alemania (Helena Rosenblatt, 2020, La historia olvidada del liberalismo. Desde la antigua Roma hasta el siglo XXI, Crítica, México, p. 159).
La respuesta económica canadiense, cobijada por un profundo y paradójico nacionalismo (es de sobra conocida la conseja que describe al Canadá como un país que tiene más geografía que historia), contuvo -hasta hoy- los apetitos expropiatorios de los Estados Unidos. La otra cara, la pervertida, de la misma Doctrina Monroe.
Entre los numerosos, y oscuros, presagios que escoltan el retorno al poder de Donald Trump, destaca la polémica cancelación de los elementos más emblemáticos de la globalización (Branco Milanovic, 8/01/2025), la emergencia de un renovado nacionalismo -no solo económico-, la profundización de medidas punitivas en contra de la migración, la eventualidad de bloques económicos en sustitución del libre comercio mundial, la reaparición de las amenazas y las realidades arancelarias y la creciente animosidad hacia los éxitos y potencialidades de China en los terrenos económico, comercial y tecnológico; mejor no abordar el militar, por el inconveniente conocido que tiene la invocación a Satanás (se aparece).
Entre esos presagios no ocupa un lugar menor un inquietante propósito expansionista republicano que, hasta el momento, se expresa mediante una grosera retórica que metamorfosea al Canadá en el estado 51 de la Unión estadunidense, que pretende la recuperación del control sobre el Canal de Panamá, que convierte a Groenlandia en mercancía para adquisición trumpiana y en espacio estratégico para la “seguridad” de los Estados Unidos.
La absurda pretensión de rebautizar al Golfo de México, en su caso y por un plazo perentorio, afectará en exclusiva a la cartografía hecha en los Estados Unidos y aparece como un notable botón de muestra de ese tipo de debilidad mental que suma innúmeros adeptos, como aquella que floreció durante la segunda y tercera décadas del siglo pasado. Habrá que irla tomando en serio, entre otras cosas, para que la población de allá aprenda a construir partidos políticos que los representen o, por lo menos, que aprenda a votar.