La violencia y la inseguridad han llegado a niveles inéditos en nuestro país. Los mexicanos no solo estamos expuestos a sus consecuencias directas, sino a las secuelas que dejan en nuestra salud mental. La violencia ha mostrado un comportamiento epidémico con un enorme impacto en la salud pública, tanto en la morbilidad como en la mortalidad de la población. Según datos de Inegi, más de 80 personas son asesinadas cada día en nuestro país, lo que provoca una serie de efectos como miedo, impotencia, falta de esperanza, depresión, ansiedad y angustia, además de incrementar el consumo de sustancias y el riesgo suicida. Al respecto, las muertes por suicidio han aumentado 22.35% en los últimos 5 años.

Enfrentamientos, desapariciones y homicidios suceden todos los días en México y la sociedad está expuesta a la información por distintos medios, incluidas las imágenes, lo cual nos provoca efectos psicosociales. La normalización de la violencia se ha vuelto un factor de distorsión de los sistemas de valores, lo que a su vez genera patrones de nocivos de conducta.

La violencia es un acontecimiento causante de estrés social que, además del impacto individual en problemas clínicos, repercute en la “salud psicosocial” de los mexicanos. Al desintegrar la cohesión social y debilitar las redes comunitarias, agrava la capacidad de resiliencia y gobernanza en las comunidades, al tiempo de fomentar la normalización del conflicto y dejar secuelas a nivel individual y colectivo, lo que afecta el desarrollo del país.

En México cerca de 24.8 millones de personas (aproximadamente el 20% de la población mexicana) padecen trastornos mentales y adicciones de distinta intensidad. Los dos más frecuentes son la depresión y el trastorno por consumo de alcohol; 81.4% de estas personas no recibe una atención adecuada.

La violencia, presente en muchos rincones del país, ha generado nuevas necesidades en materia de salud mental que no han sido atendidas de manera adecuada. Urgen programas de atención psicosocial basados en evidencia para atender el trauma colectivo y mejorar las dinámicas sociales en las comunidades más afectadas.

Si bien este sexenio se logró la integración de la prevención de adicciones y la atención a la salud mental, y con ello los 341 Centros de Atención Primaria en Adicciones (CAPA) se convirtieron en Centros Comunitarios de Salud Mental y Adicciones (Cecosama), siguen haciendo falta modelos comunitarios itinerantes que aseguren una mayor accesibilidad y una atención más humana y efectiva. Para ello, es fundamental implementar estrategias intersectoriales que incluyan la colaboración entre salud, educación y desarrollo social.

Según el CIEP, México destina apenas tres dólares por persona a la atención de salud mental, cifra que contrasta con el promedio de 7.9 dólares que invierten los países de América Latina. La inversión prevista para salud mental en 2024, equivalente al 1.3% del presupuesto total de salud, resulta a todas luces insuficiente para enfrentar la creciente demanda de atención.

Urgen políticas de salud pública que respondan a nuestra realidad con un enfoque centrado en las personas, sin estigmas, y con perspectiva de género. Es fundamental fortalecer la capacitación de profesionales de la salud mental y desarrollar modelos integrales para su atención. Además, es esencial implementar estrategias de prevención comunitaria que promuevan la cohesión social y brinden apoyo psicoemocional, incluyendo actividades de arte, deporte y cultura, que ayuden a reconstruir el tejido social.

El desafío es doble. Por un lado, es primordial visibilizar y atender los impactos psicológicos de la violencia, pues el malestar emocional prevaleciente en nuestra sociedad dificulta los esfuerzos de construcción de paz. Por el otro, hacen falta respuestas eficaces para terminar con la crisis de inseguridad que nos oprime y afecta de manera colectiva.

@GomezZalce

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