Viajamos noche y día porque el corazón, los sentimientos, las necesidades más primitivas nos arrastran sin remedio. Ni hablar. Viajamos, no siempre con boleto, salvoconducto o evidente razón. Viajamos en el más triste desamor para curarnos el alma imposible. Viajamos y en esa medida soñamos, abrimos puertas y ventanas, ánimos, en preparación de tiempos mejores y felices. Nada nos detiene porque la vida, sólo es, ya lo afirmó Nietzsche, el breve o largo viaje hacia la muerte. Y la muerte, que antes era un sagrado privilegio, es hoy una condena que nos pesa aún antes de nacer. Viajamos, no como el soldado que herido en la primera guerra mundial en la gran novela de Céline, Viaje al final de la noche, muere de un amor no correspondido. Rondamos, damos vueltas en obsesivos círculos. Viajamos de la cocina al patio y de este a la recámara o al sillón salvador, porque nuestros deseos son como flechas letales, incesantes. Viajamos porque somo pájaros llenos de una pasión desconocida. Viajaba mi generación, la del peyote moridor de Real de Catorce, los honguitos de Oaxaca y la Acapulco Golden. Viajábamos, y viajar para muchos era esa psicodelia existencial que exigía más que un cambio de piel. Viajar, cambiar, moverse de sitio y de historia, de nube, cambiarlo todo, llenarse de ideas, de la más pura poesía para imaginar un mundo distinto. Viajaban por los nueve cielos al Mictlán , lugar de los muertos, sólo los que habían fallecido de modo natural, fueran señores o macehuales, sin distinción de rango ni riquezas. Viajaron, el año pasado, sin explicación oficial, a las fosas clandestinas o a quién sabe adónde, cerca de ochenta mil jóvenes mexicanos. Esto quiere decir que el viaje nuestro al final de la noche no existe porque todo, todo, en ese sentido, se volvió oscuro, bastante nocturno. Nocturno viaje el nuestro que se ancla en la pesadilla, en la angustia de tantas madres, hijas, esposas, que buscan sin éxito a sus desaparecidas y desaparecidos. Viajamos de la resignación a la esperanza casi perdida, y ya va siendo hora de viajar con la poesía, pues merecemos la vida y el alba. Viajamos, viajo con Ernesto Cardenal: “Amo el amor, odio el odio”, con Carmina Burana que K. Orff rescató en 254 liberadores poemas medievales. Volamos, vuelo de un jardín a otro, de una dalia a la otra, en las alas de esa mariposita azul que se llevó mis recuerdos. Viajo por el miedo horizonte, por el volcán que viene sin anunciarse, de un día al otro, de un poema al que sigue, de un incendio al siguiente, de la ceguera a la luz en casi todo lo que toca al amor, que aún no me pertenece del todo aunque me visita a todas horas. Viajo como un pez verdadero que salta sorpresivo, sin cálculo cierto y promisorio. De una noche a su final imprevisto, bajo un sol radiante que espera a su lunita. Viajo en medio de las hojas secas, pisando los rojos, morados y amarillos de mi caminar con ella. Nunca hubiera deseado moverme tanto y tanto. Jamás anhelé la nostalgia que hoy me hace trizas. Vivo sin vivir. En mi está blanco, verde y enorme, el bosque de abedules, el río que se asoma apenas. Volveré, les digo, porque no me he ido ni me iré.
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