Hablar de la pornografía, de las redes sociales o del reino de las drogas y las adicciones es referirse a los territorios de la casi absoluta impunidad a la que está condenada ya la sociedad mundial. Porque ante esos tres cursos criminales, que suelen avanzar juntos y demasiado revueltos, la autoridad del Estado prácticamente no existe. Porque, y aquí está la clave, es el propio Estado el que con sus deliberadas omisiones o acciones se ha convertido en el promotor principal de esas desviaciones del cuerpo social en tanto que administrador de todas nuestras libertades.
El problema con la pornografía no es que un buen día existió un “desviado” que respondía al nombre de Donatien Alphonse François de Sade, el famosísimo marqués, a quien la justicia francesa persiguió y encarceló durante largos años, sino que el sadismo se convirtiera en un asunto bastante consentido y promovido por un Estado desde siempre absolutista, autoritario, obsceno, pleno de perversidad pero responsable legítimo de administrar la libertad sexual, como señalaría P.P. Pasolini.
Saló, adaptación cinematográfica de Pasolini del libro Los 120 días de Sodoma publicado en 1785 por el Marqués de Sade, es una película en la que con toda la crudeza y escándalo se desarrolla esa sofisticada tesis política.
El largometraje transcurre en la república de Saló, república fascista promulgada por Mussolini en Italia del Norte, entre septiembre de 1943 y abril de 1945. En el filme, el castillo de Silling, que Sade ubica fuera de Francia, en un lugar seguro, al fondo de un bosque inhóspito, en un reducto al que solo pueden acceder los pájaros del cielo por todos los cuidados tomados, es reemplazado por un palacio al norte de la ciudad de Saló, una sublime villa palladiana donde un grupo de jóvenes mujeres y hombres de los alrededores de París serían secuestrados y encerrados ahí para siempre. Son entregados a sus cuatro verdugos, cuatro fascistas, cuatro poderosos: un duque, un banquero, un magistrado y un obispo, y a cuatro madamas y narradoras, encargadas de relatar las agresiones y crímenes sexuales. En la intimidad de este universo perfectamente aislado, los poderosos destruirán a sus víctimas sistemáticamente. Para Pasolini estos poderosos se comportaban con sus víctimas exactamente de la misma manera que los nazi-fascistas con las suyas.
“He tomado como símbolo -precisaría antes de su muerte el cineasta- de ese poder que transforma a los individuos en objetos (…), el poder fascista y sobre todo el poder republicano, la última fase totalmente pro-nazista del fascismo italiano. Pero se trata de un poderoso símbolo. En realidad dejo en toda la película un amplio margen en blanco, que amplía ese poder arcaico, tomado como símbolo de todo el poder, dejando abiertas a la imaginación todas sus posibles formas, arcaicas, por cierto”.
El sexo consumista, sádico, el que objetualiza los cuerpos, que los deshumaniza, es el sexo que encarnan los personajes de Salò. Es el sexo permitido por el capitalismo decadente y un Estado que lucra políticamente con el discurso de la libertad sexual.
He aquí la cuestión.