El vino mexicano no solo deleita: pone en marcha hoteles, genera empleos y justo donde más se necesitan. En los últimos años el vino dejó de ser solo bebida; ahora es pasaporte a paisajes que huelen a romero y a negocio que le da la vuelta a la vieja idea de que el agro vive apretado, el turismo le ha cambiado la vida al vino mexicano.
El cultivo de la vid sostiene a más de 500 mil jornaleros, cultiva 18 variedades en unas 37 mil hectáreas y se ha convertido en la segunda fuente de trabajo del campo.
Además es noble con el recurso más escaso: la planta necesita unos 300 litros de agua para formar un kilo de materia seca, mientras que el maíz rebasa los 500 litros para la misma cantidad. Esa eficiencia hídrica explica por qué estados áridos como Chihuahua están reemplazando alfalfas sedientas por uvas resistentes. En un México sediento, cada gota ahorrada es vida.
Salomón Abedrop, presidente del Consejo Mexicano Vitivinícola, me platicó como la magia ocurre cuando la botella se cruza con la maleta. En la mayoría de las bodegas pequeñas y medianas, el turista aporta hasta el 80% de la facturación mediante catas, glamping, restaurantes y festivales que animan el calendario todo el año.
Los propietarios reconocen que un solo fin de semana de vendimias puede dejar lo que venderían en tres meses de caja tradicional. Sin ese público el racimo vale pesos; con él vale historias que se multiplican en redes y regresan en forma de reservaciones.
Los números confirman la historia para los viñedos más grandes, hay viñedos en Querétaro que superaron los 300 mil visitantes en 2024 y obtienen más de la mitad de sus ingresos de recorridos, alimentos y noches de hotel; sólo la temporada de vendimias inyectará 362 millones de pesos a la economía queretana este verano, y las rutas del arte, queso y vino concentran cada año a más de un millón de personas y una derrama superior a 4 mil millones de pesos.
En Baja California, un complejo enclavado entre rocas triplica el valor de cada copa combinando suites de lujo, spas ecológicos y paseos panorámicos.
La revolución turística no se entendería sin una copa que convenza al paladar más exigente. El propio Consejo Mexicano Vitivinícola —donde hoy se sientan productores de uva de mesa, pasa, brandy y vino— apostó hace unos años por abrirse un hueco en el mercado internacional mediante calidad pura y dura: envían muestras a los certámenes más prestigiosos del planeta y vuelven con el cuello cargado de metales.
Solo en 2023 los vinos nacionales obtuvieron alrededor de 670 medallas; en 2024 la cifra subió a unas 860, un brinco de 40% que confirma que México ya se codea —y compite de tú a tú— con franceses, alemanes y californianos. Esa lluvia de reconocimientos es la gasolina que alimenta la curiosidad del viajero: si el vino gana oro, el turista quiere ir a ver dónde nace.
Por si eso fuera poco, el mercado interno apenas está empezando a descorchar su potencial. México consume 1.5 litros de vino por persona al año, cuando en 2003 consumíamos 225 mililitros al año; no obstante, los brasileños ya beben más de tres litros al año y Europa ronda los sesenta litros. Si cada mexicano añadiera una copa mensual, el país duplicaría su mercado sin plantar una hectárea extra. Hay espacio para crecer.
Por otro lado, 4 de cada 10 botellas que bebemos los mexicanos son producidas en nuestro país, en 2003 era 1 de cada 10 botellas; sin embargo, aún la mayoría de botellas que consumimos viajan en buques desde España, Chile, Francia, entre otros países. Se trata de una balanza que la industria quiere revertir con historias fascinantes y recorridos guiados por los propios enólogos.
Ese horizonte explica la apuesta por formatos innovadores —vino en lata, catas virtuales— y por experiencias inmersivas: quien pisa uva suele volver a casa con la botella bajo el brazo y la curiosidad despierta.
La entrevista completa con Salomón Abedrop la podrán ver este sábado 7 de junio a las 22:15 pm por ADN 40, donde profundizamos en estas cifras y se añade un ángulo ambiental: los viñedos modelo riegan por goteo, reutilizan aguas de bodega y siembran cubiertas vegetales para retener la humedad. “Producimos riqueza sin exprimir el acueducto”, adelanta el enólogo, convencido de que combinar agua eficiente con consumidores nuevos permitirá duplicar la producción nacional en menos de una década.
Convertir al turista ocasional en embajador permanente es el reto que late detrás de cada vendimia. Cada cata maridada con queso local, cada concierto frente a barricas y cada vuelo de dron sobre las hileras multiplica la voz de los valles antes reservados a iniciados. Todo con medida, nada con exceso, pero la próxima vez que descorches un vino nacional, piensa que también estás destapando empleos; comparte la historia y súmate al brindis.
Enrique de la Madrid
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