Estados Unidos pierde con las guerras comerciales, pero no es el único perdedor.
Las guerras arancelarias son como incendios forestales provocados a propósito: sí, pueden eliminar temporalmente a algunos competidores, pero en el proceso destruyen mucho más de lo que se pretendía proteger. En el corto plazo, algunos empresarios locales pueden verse beneficiados con la reducción de competencia extranjera. Sin embargo, lo que ganan es mínimo comparado con lo que pierde el país en su conjunto.
No es una teoría, es historia. Tres veces en el último siglo, Estados Unidos ha elevado aranceles con la esperanza de proteger su economía, y las tres veces ha terminado saliendo más golpeado que fortalecido.
El primer ejemplo puede no ser el más famoso, pero sí es uno de los más reveladores.
A mediados del siglo XX, la industria automotriz estadounidense era un monstruo imparable. General Motors, Ford y Chrysler dominaban el mercado mundial. Detroit era la cuna de la modernidad y la prosperidad, con empleos bien pagados y una economía vibrante. Pero la historia cambió. Los fabricantes japoneses y europeos empezaron a innovar, a producir autos más eficientes y baratos, mientras que la industria estadounidense, confiada en su dominio, comenzó a rezagarse.
Muchos creen que el declive de Detroit se debió únicamente a la globalización y a la deslocalización de fábricas hacia países con mano de obra más barata, pero hay un factor que rara vez se menciona: los aranceles.
En 1963, el presidente Lyndon B. Johnson impuso un arancel del 25% a las camionetas y vehículos comerciales ligeros importados. ¿La razón? Una represalia contra los aranceles que Europa había puesto al pollo estadounidense, en lo que se conoció como la "Guerra del Pollo". Aunque el conflicto avícola se resolvió hace décadas, el arancel automotriz se quedó… y sus efectos fueron devastadores.
En lugar de impulsar a la industria automotriz estadounidense a innovar y competir globalmente, el arancel la hizo complaciente. Sin la presión de la competencia extranjera, las empresas dejaron de invertir en mejoras tecnológicas y en reducir costos de producción. En lugar de crear mejores autos, gastaron recursos en encontrar maneras de eludir el arancel, lo que se llegó a conocer como "ingeniería arancelaria".
Un ejemplo claro es Ford, que importaba su modelo Transit Connect desde Turquía con asientos traseros y ventanas para que pareciera un vehículo de pasajeros. Una vez en suelo estadounidense, desmantelaban los asientos y vendían el vehículo como camioneta comercial, evitando así el arancel del 25%. Esto no benefició a nadie: ni a los consumidores, que pagaban más por vehículos menos eficientes, ni a la industria, que se enfocó más en jugar con las reglas que en mejorar sus productos.
Los números no mienten. En 1964, Estados Unidos fabricaba 9 de cada 10 autos vendidos en su territorio. Para 1990, la cifra había caído a 6 de cada 10. Y si en 1960 producía casi la mitad de los autos del mundo, en 1990 apenas alcanzaba el 20%. ¿Protegió el arancel a la industria automotriz? No. Solo la hizo más lenta, menos competitiva y más vulnerable al ascenso de Japón y Alemania.
Pero si esto no es suficiente prueba de que los aranceles pueden volverse en contra de quienes los imponen, veamos un caso aún más brutal: la Gran Depresión de los años 30.
En 1929, la bolsa de valores se desplomó y la economía estadounidense se hundió en la peor crisis de su historia. Millones de personas perdieron sus empleos, los bancos quebraron y el país entero entró en un ciclo de desesperación. ¿Qué hizo el gobierno de Herbert Hoover para intentar resolverlo? Subió los aranceles.
La Ley Smoot-Hawley de 1930 incrementó los impuestos de importación a niveles récord con la esperanza de proteger a la industria y el empleo estadounidense. La respuesta de otros países no se hizo esperar: Europa y otras economías hicieron lo mismo, cerrando sus mercados a los productos estadounidenses. ¿El resultado? El comercio mundial se desplomó y la crisis se profundizó. El desempleo en Estados Unidos alcanzó el 25%, el PIB cayó un 15% y millones de familias se hundieron en la pobreza.
Cuando finalmente Franklin D. Roosevelt llegó al poder, deshizo muchas de estas políticas y optó por una estrategia diferente: en lugar de proteger a las empresas con barreras, las incentivó a producir, invertir y contratar. Fue una lección que tardó años en aprenderse, pero que quedó grabada en la historia.
Y si alguien aún tiene dudas de que los aranceles pueden hundir a un país, basta con mirar a Argentina.
Durante décadas, el país sudamericano ha sido el rey del proteccionismo. Con una de las economías más cerradas del mundo, ha impuesto aranceles elevados a prácticamente todos los productos extranjeros, con la intención de proteger su industria nacional. Pero en lugar de crear una economía fuerte, lo que ha logrado es una crisis permanente.
A inicios del siglo pasado, Argentina era de los cuatro países más ricos del mundo, pero tras décadas de proteccionismo, en 1970 su PIB per cápita había caído al nivel de España, no obstante, siguió cayendo. Hoy es un país mucho más empobrecido, ha enfrentado por muchos años inflación de tres dígitos, una pobreza superior al 40% y un peso que se devalúa constantemente. Las empresas no pueden competir globalmente, la inversión extranjera es escasa y la economía está en un estado de crisis crónica. Las cosas parecen estar cambiando hasta ahora que están eliminando el proteccionismo y es un país muy prometedor por ello; la inversión está llegando en grandes cantidades.
El mundo ya ha visto demasiadas veces lo que ocurre cuando un país intenta protegerse con aranceles. El resultado siempre es el mismo: precios más altos para los consumidores, empresas menos competitivas y una economía más frágil.
Ahora, Donald Trump está jugando el mismo juego peligroso. Su política de aranceles contra China, Canadá, México y la Unión Europea ha desatado represalias comerciales que están afectando a sectores clave de la economía estadounidense. Canadá, uno de sus principales socios comerciales, ha pasado de ser un aliado a un país enojado y desconfiado. Empresas canadienses han cancelado acuerdos millonarios con compañías estadounidenses, como la cancelación que le acaban de hacer a Starlink de Elon Musk, y el sentimiento anti-Trump ha unificado a todos los partidos políticos de Canadá en contra de Estados Unidos. Aunque ya no haya aranceles, el golpe está dado, los canadienses dejarán de confiar en los estadounidenses por muchos meses, quizá varios años.
El dólar estadounidense ha perdido sustancialmente valor frente a otras monedas como el Euro, y las proyecciones de crecimiento del PIB han pasado de ser sólidas a anticipar caídas del 3% en cuestión de semanas, algo que casi nunca pasa.
Estados Unidos ha caído en esta trampa antes y ha salido perdiendo.
Tal vez tengan razón los cercanos a Trump al decir que no existe el comercio completamente libre, o There is no free trade, refiriéndose al nombre de los tratados de “Libre comercio”, pero les quiero recordar que There is no free meal, los aranceles que pongas, los pagará tu propia gente.
Si la historia nos ha enseñado algo, es que los aranceles no construyen economías fuertes, solo las debilitan desde adentro. No caigamos en el mismo error… otra vez.