En el mundo hay tres tipos de servicios diplomáticos; primero, países que solamente nombran embajadores o cónsules a personal de carrera, como Gran Bretaña, Francia, Japón o España. Segundo, los que no tienen cuadros profesionales y por ello nombran a cualquiera. Y tercero, el esquema híbrido que se maneja en México, donde se cuenta con un cuerpo diplomático de carrera, pero también se dan nombramientos a personas ajenas a esta profesión. En nuestro país contamos con una Ley del Servicio Exterior que establece las calificaciones que deben tener quienes nos representan en el exterior. La Ley sirve de poca cosa.
Para llegar a ser miembro del servicio exterior mexicano es necesario participar en un concurso nacional abierto (en mi caso entraron 860 candidatos para alcanzar 25 plazas). Quienes logran pasar este filtro deben aprobar los cursos que imparte el Instituto Matías Romero de Estudios Diplomáticos para entrar entonces en el nivel más bajo del escalafón diplomático. A partir de ese momento, con un nombramiento de agregado diplomático o cónsul de tercera, empieza la competencia por puestos más altos. Cada tres o cuatro años es necesario competir con los colegas para ascender a segundo secretario, primero, consejero, ministro y, si la suerte nos acompaña, recibir el nombramiento de Embajador de México que corresponde otorgar al Presidente de la República. Este proceso toma alrededor de veinte años.
Ahora, con los nombramientos que se han dado a personas con nula experiencia diplomática, me acuerdo de un compañero del Servicio Exterior que alguna vez me dijo que, después de pasar todas las pruebas requeridas, había decidido buscar una diputación federal. ¿Vas a dejar la carrera? —le pregunté. —No, al contrario— me dijo. —Si quieres ser embajador algún día, mejor métete a la política y llegarás más rápido.
Para los diplomáticos mexicanos de carrera es muy decepcionante que los amigos o los desplazados de la política ocupen las embajadas o consulados más importantes en el exterior sin haber pasado ninguna de las etapas y pruebas a las que estamos sometidos los miembros de carrera. Para el interés nacional de México, habrá que cruzar los dedos para que no se desate una crisis en los países a donde los han enviado y simplemente no sepan cómo enfrentar la situación. Lo que normalmente sucede es que cuando surge una crisis o llega la hora de tomar una decisión delicada, recurren ahora sí al personal de carrera para que le saquen las castañas del fuego.
Es un riesgo innecesario para México poner a la política exterior en manos inexpertas, sobre todo cuando se cuenta con cuadros bien preparados que a lo largo de su carrera han construido no sólo conocimientos y experiencias, sino una red de contactos internacionales que no tienen precio. El riesgo principal, a fin de cuentas, es que a estos enviados no los tomen en serio en las capitales a las que vayan y por ende lastimen la interlocución y el prestigio del país.