Suele afirmarse que el amor y el dinero no pueden esconderse. Que se sepa, en el sexenio de Peña Nieto hubo pocos casos de enamoramiento fulminante, pero gran cantidad de enriquecimientos repentinos y ninguno debidamente fundamentado. Los miembros del Grupo Atlacomulco que acompañaron en su mandato al expresidente, salvo un par de excepciones, jamás tuvo un trabajo al margen de la nómina gubernamental. Nunca fueron otra cosa más que funcionarios federales o estatales. Sin embargo, algo milagroso sucedió para que sus sueldos burocráticos, así fuesen los más altos cargos en la Presidencia, como secretarios de Estado o como gobernadores, les permitieran alcanzar el rango de multimillonarios y poseer propiedades muy por encima de esos niveles salariales.
Si nuestro sistema de justicia operara medianamente bien, bastaría una sencilla investigación sobre este grupo de servidores públicos: cuánto ganaban en los distintos cargos que ocuparon y qué patrimonio poseen hoy. Supongamos que no gastaron un centavo, ni siquiera en alimentación, ir algún día con su pareja al cine o pagar la colegiatura de sus hijos; todos sus gastos personales, aunque no fuese ético, los metieron indebidamente en alguna cuenta de gastos de la dependencia que ocupaban. Después de sacar esa cuenta, con su sueldo íntegro e incluso con créditos hipotecarios que hayan conseguido ¿corresponde su patrimonio a ese sueldo ahorrado íntegramente? Si la respuesta es afirmativa, bastaría con que mostraran sus estados de cuenta y de esa manera limpiarían su nombre y se ahorrarían las penurias del delirio de persecución. Si por el contrario no son capaces de demostrar que lo que poseen es fruto de su trabajo, entonces tienen un verdadero problema con la justicia.
Cuando se les persigue por enriquecimiento inexplicable, la respuesta prácticamente automática del sospechoso es que “está siendo objeto de una persecución política”. Si contaran con una fortuna limpiamente ganada, tendrían los mejores argumentos para librarse de cualquier persecución. Pero hasta hoy, ninguno de los altos funcionarios del sexenio pasado ha salido a defender su riqueza mostrando evidencias.
El caso reciente de Emilio Lozoya puede resultar un parteaguas en esta antigua práctica. Ni él ni su abogado defensor han intentado negar que el exdirector de Pemex posea una fortuna muy considerable. Lozoya tuvo trabajos previos a su encargo gubernamental en los que pudo generar ingresos importantes, por ejemplo, dentro del Foro Económico Mundial. Su matrimonio con una acaudalada alemana también podría explicar, mejor que los casos de la mayoría de sus compañeros de gabinete, por qué tiene inmuebles en Europa o casas en la playa. Pero, curiosamente, su defensa se ha centrado en el argumento de que “Emilio no se mandaba solo”. Es decir, no buscan explicar el origen de su patrimonio, sino las razones, de hecho las instrucciones que recibió, para desfalcar al erario público. No pretenden rebatir la existencia de sobornos por parte de Odebrecht ni que Agronitrogenados o Fertinal fueran comprados a precio inflado. Lo que Lozoya y su defensa pretenden demostrar es que recibió instrucciones desde otras esferas para realizar esos actos. La siguiente pregunta, que seguramente aparecerá en el juicio que se le practica, se centrará en la identidad de quienes le giraron esas instrucciones y el destino final del dinero que generaron esas turbias adquisiciones.
Lozoya la tendrá difícil, aunque logre mostrar evidencias de las instrucciones que recibió. Cuando trate de documentar los recursos que entregó a otros miembros del gobierno de Peña Nieto, ese dinero será casi imposible de rastrear. Entonces volvemos al principio: ¿cómo justifican sus propiedades y su tren de vida?
Director General Ejecutivo del Aspen
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