Cuando entran en promedio 700 armas diariamente y de manera ilegal, resulta muy aventurado pensar que podrá lograrse una efectiva pacificación del país. Si bien las instituciones del Estado tienen mayor capacidad de fuego que las bandas del crimen organizado, éstas utilizan sus arsenales sin ninguna de las reservas de ley bajo las que deben actuar las fuerzas del orden y, por supuesto, sin atención alguna a los derechos humanos o a preocuparse por los daños colaterales que genera su violencia.
El grueso de las armas que ingresan en nuestro territorio procede de Estados Unidos, un país muy peculiar por la permisividad, casi suicida, con que pueden adquirirse. Parece una broma de mal gusto, pero es cierto que resulta más sencillo comprar un arma de fuego que una medicina o una botella de alcohol.
La Cancillería mexicana ha emprendido un importante esfuerzo para aminorar el flujo de armas hacia nuestro país. Introdujo un recurso legal en Massachusetts en contra de los principales productores de armas pequeñas y ligeras, mientras que en Naciones Unidas, el Emb. Juan Ramón de la Fuente ha inscrito este tema tan sensible en la agenda del Consejo de Seguridad para el mes de noviembre, cuando México presida los trabajos de ese órgano. En honor a la verdad, el asunto no debería pasar a un segundo plano dentro del Consejo de Seguridad cuando México pase la estafeta a otro país, toda vez que este tipo de armas causan más muertes y escenarios de inseguridad más peligrosos que algunos de los conflictos bélicos que atiende cotidianamente.
Es incierto el resultado que puedan aportar estas iniciativas. Lo ideal, desde luego, sería que la demanda judicial que se ha iniciado contra las compañías de armamento derivara en una disminución de estos flujos, que indemnizaran a las víctimas y que se vean en la obligación de contener y supervisar que sus productos no lleguen a manos de los criminales. Pero, pertrechados tras la Segunda Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, lo más probable es que ninguna de estas compañías vea afectados sus intereses.
Este esfuerzo demanda la necesaria participación de las autoridades estadounidenses, especialmente la oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego (ATF). Esta instancia debería, por interés propio de Estados Unidos, impedir que se adquieran auténticos arsenales en las armerías de ese país sin antes verificar quién y para qué las compran. No es lo mismo el ciudadano asustado o el cazador aficionado que obtiene un arma para defenderse o salir al campo, que aquellos individuos que adquieren armas automáticas en volúmenes que claramente invitan a la sospecha. En este último punto, Estados Unidos queda mucho a deber. Con sus sistemas de rastreo y con la simple revisión de facturas, podrían percatarse sin un esfuerzo mayor de aquellas armerías que están en tratos con agrupaciones criminales.
Y ciertamente, esta labor no sólo beneficiaría a México, sino que iría directamente a favor de los intereses de Estados Unidos. Esas armas que atraviesan la frontera terminan siendo el escudo para quienes trafican con drogas, envenenan a su sociedad y estimulan el tráfico clandestino de seres humanos.
El gobierno de Estados Unidos debería ver como una oportunidad las iniciativas emprendidas por México, tanto en el plano legal como en la escena multilateral. Una discusión de fondo en sus cortes y en el seno de la ONU podría convencer a muchos estadounidenses, sobre todo en el Congreso, de que la política de armas que han elegido lastima a otras naciones y es una amenaza para su misma tranquilidad interna.