La UNAM configura a sus alumnos, profesores y trabajadores con el contagio de ese espíritu universitario único, con el que transformó a México y a mí, cuando ingresé a la Universidad en 1968. Mucho agradezco a la Fundación UNAM invitarme a compartir en EL UNIVERSAL mi experiencia universitaria.

Como estudiante, imposible olvidar las clases de maestros como Néstor de Buen (Contratos y Laboral); Guillermo Floris Margadant (Historia del Derecho y Derecho Romano); Eduardo Luis Fejer (Doctrinas Económicas); Alfonso Nava Negrete (Administrativo I y II); Miguel Limón (Constitucional); Gloria Caballero (Teoría del Estado); Olga Islas Magallanes (Penal II); Roberto Hoyo D´Addona (Fiscal); Enrique Loaeza (Internacional), y Héctor Fix Zamudio en Amparo (El Universal 30/enero/A11). Obtuve mi licenciatura en 1973 y el doctorado con el maestro Fix presidiendo mi sínodo, en 2001.

La UNAM me enriqueció como comentarista en Radio-UNAM con Miguel Ángel Granados Chapa. La Dirección General de Fomento Editorial a cargo de Mario Melgar publicó mi primer libro: ¿Por qué la Democracia? (1993), al que seguirían otros más. Como docente he impartido clases por varios años en la licenciatura y el posgrado. Actualmente soy investigador de tiempo completo en el Instituto de Investigaciones Jurídicas.

Pero la marca indeleble que me dejó mi alma mater fue la experiencia del 68, año del movimiento estudiantil y su secuela.

Mi ingreso coincidió con el agravio del gobierno y la defensa de la autonomía encabezada por el insigne e inolvidable rector Javier Barros Sierra. No fue sólo una protesta, en el fondo, la UNAM asumía el liderazgo en la transformación política que ya México requería, de un sistema autoritario hacia la democracia. Representó el desplome gradual del orden de un sólo hombre que decidía con el brazo ejecutor del partido oficial, no sólo su sucesión sexenal, sino la casi completa colonización del Estado; el Ejecutivo, el Congreso, el Pleno de la SCJN y todos los ejecutivos locales. El movimiento del 68 agrietó ese orden.

La UNAM rompió el velo de una gran mentira en la que habíamos vivido por muchos años: mientras el texto constitucional nos definía (artículo 40) como una “República, Representativa, Democrática y Federal”, la vida política negaba esa forma de gobierno ocultada en el centralismo de un sistema de partido hegemónico. “Usada conscientemente para camuflar regimenes autoritarios” la Constitución era “la tapadera del nudo poder”, “un cómodo disfraz para la instalación de una concentración del poder en las manos de un detentador único” (Loewenstein). Una cosa era lo que se enseñaba en los salones de clases y en los libros de texto, y otra muy diferente y opuesta lo que se practicaba en la calle en la vida política de México.

En el 68, la UNAM hizo patente esa contradicción que se tradujo en una lamentable eclosión de violencia el 2 de octubre en Tlaltelolco. Pero gracias a ese parteaguas hoy nuestros votos cuentan y se cuentan para decidir quién nos gobierna, y como dijo Pericles: “Si bien sólo unos pocos son capaces de dar origen a una política, todos nosotros somos capaces de juzgarla”, porque también, y gracias a la UNAM, enterramos el dictum de Platón: “De todos los principios, el más importante es que nadie, ya sea hombre o mujer, debe carecer de un jefe”. Así la UNAM transformó a México, y ese es el más preciado legado que nos toca defender.

Docente/ investigador de la UNAM.

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