Con el relevo de los consejeros en el INE, sobre todo la salida de Lorenzo Córdova y Ciro Murayama, ahora es la Suprema Corte de Justicia de la Nación, especialmente la ministra presidenta, Norma Piña, la institución bajo ataque del presidente AMLO y su coro de aduladores: el innombrable gobernador de Veracruz, el subsecretario de Energía o el diputado morenista Alejandro Robles que quiere “obradorizar” a todo el país, entre otros. ¿Y por qué motivo?

Porque la Corte declaró inconstitucionales las leyes correspondientes a la ubicación administrativa de la Guardia Nacional en Sedena y la deformación del INE con el Plan B. La primera es una flagrante violación al artículo 21: dispone que la GN es una institución civil adscrita a la Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, y las segundas a los preceptos 41 (sobre la composición del INE) 71 y 72 (sobre el procedimiento legislativo no seguido por la mayoría morenista) de la Constitución.

¿Esperaba el presidente que la Corte avalara una legislación a todas luces inconstitucional y emitiera resoluciones con un “sí señor lo que usted ordene, aunque incumpla con mi función de guardián de la supremacía constitucional”?

A las descalificaciones de “poder podrido” y golpista, siguió la amenaza: una iniciativa para elegir a los ministros por voto universal directo. Al respecto es pertinente traer al debate sobre este tema las ideas de Emilio Rabasa Estebanell en su obra “La Constitución y la Dictadura”, al que dedicó profundas reflexiones que aquí sintetizo mezcla de sus palabras y las mías:

1) En la elección popular se elige al representante de la voluntad mayoritaria; los ministros no pueden, sin prostituir la justicia, ser representantes de nadie que no sea la Constitución y la ley. La lealtad al partido es una virtud, pero para un magistrado es un vicio degradante, indigno de un hombre de bien.

2) La campaña electoral de un candidato a la magistratura se basaría en el elogio de sus propias virtudes, que la haría vergonzosa y ridícula en un hombre que debe tener la rectitud como bandera para el cargo.

3) La elección popular de ministros en EU fue un estrepitoso fracaso: las plazas disputadas por los profesionales de la política y adjudicadas por la influencia del boss, no se confirieron a hombres de ciencia y probidad, la elección se manchó con el fraude y cohecho de baja intriga, los puestos judiciales se conquistaron con sumas de dinero y sumisión a los agentes de la elección. Por el contrario, los estados que conservaron la judicatura de nombramiento, fueron modelos de probidad y ciencia en los jueces.

4) Como la elección de los ministros resulta inviable terminan nombrados por el Ejecutivo (o peor aún por poderes fácticos como el crimen organizado) y el que da, obliga, y el que puede quitar, intimida por el temor.

5) Grave error creer en el dogma de la soberanía popular en la elección de los ministros. Es comprar al pueblo las garantías que lo defiendan de cualquier atentado, con el precio de una superchería que lo adula.

6) Cualquier intervención política de un tribunal corrompe la dignidad de la institución y la hace inepta para cumplir su única y alta función legítima: asegurar justicia.

7) Si suponemos una elección popular de ministros, la imaginamos espontánea y sin partidos que la vicien, el resultado será una Corte con fuerza política deseosa de ampliar su esfera de acción, agresiva en sus funciones, peligrosa por la facilidad de unir y concertar a un corto número de sus miembros y con la tentación de abatir a los que representan mayor potestad popular. ¿Es eso lo que se quiere?

Concluye Rabasa Estebanell: “La Suprema Corte tiene la función más alta que pueda conferirse en el orden interior de una República: la de mantener el equilibrio de las fuerzas activas del Gobierno….restablecer ese equilibrio cada vez que se rompe, sirviéndose para ello de su autoridad única de intérprete de la Constitución”.

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