El día de ayer miércoles 11 de septiembre del 2024, en la madrugada, las y los mexicanos acudimos al sepelio de nuestra democracia con la subyugación del Poder Judicial a Morena, objetivo de la reforma judicial de AMLO aprobada en el Senado. No fueron honras lastimosas al ritmo acompasado de “La Marcha Fúnebre” de la sonata para piano de Chopin. Por el contario, estuvieron enmarcadas por las legítimas, airadas y ruidosas protestas de los estudiantes de Derecho sobre todo de la UNAM y los trabajadores del Poder Judicial.
La oposición al oficialismo intentó con buenos argumentos evitar el colapso final, pero el paro respiratorio de la traición fue fulminante. Contra ella no hay antídoto. Recordémosla históricamente con Atenor y su traición que hizo caer a Troya, y sobre todo con el ateniense Alcibíades, que se vendió a Esparta para derrotar a Atenas en las Guerras del Peloponeso, y luego a Persia contra la misma Esparta. El traidor no tiene patria, como mercenario se vende al mejor postor.
La muerte de la democracia mexicana no fue súbita, sino gradual. Las palabras de AMLO en el Zócalo hicieron sonar la primera alarma, cuando espetó: “al diablo con sus instituciones”. Desestimamos su peso. Ahí están las consecuencias.
Como todo proceso mortuorio, son varios los participantes con nombres y apellido para no olvidarlos jamás. AMLO habrá sido el carpintero del ataúd que pintó de guinda, pero no el único enterrador.
Los clavos los pusieron los consejeros que regalaron a Morena y aliados la sobrerrepresentación legislativa que el pueblo no confirió en las urnas (54-74%): Guadalupe Taddei, Rita Bell, Arturo Castillo, Norma Irene de la Cruz, Uuc-kib Espadas, Carla Humphrey Jordan y Jorge Montaño, a pesar del denodado esfuerzo por impedirlo, cuando todavía presentaba signos vitales la enferma, de parte de Claudia Zavala, Martín Faz, Dania Paola Ravel y Jaime Rivera.
Otros clavos los insertaron los magistrados del Tribunal Electoral que confirmaron el acuerdo de sobrerrepresentación del INE: Mónica Aralí Soto, Felipe de la Mata, Felipe Fuentes y Reyes Rodríguez Mondragón. Con valentía se opuso la magistrada Janine Otálora Malassis.
Los sepultureros que bajaron el ataúd a la fosa con la cuerda de la traición, fueron los perredistas: Araceli Saucedo y Sabino Herrera y el panista Migué Ángel Yunes Márquez. Morenistas, verdes y petistas cubrieron el ataud de tierra hasta llenar la fosa en el cementerio donde reposan otras democracias como la de Hungría y Turquía, en Europa; Venezuela y Nicaragua, en Latinoamérica, a la que ahora se agrega la tumba de México con la inscripción: “Aquí yace la democracia mexicana (1977-2024)”
Con este entierro AMLO nos privó de la alegría de vivir que sólo brinda la democracia donde las y los ciudadanos libres decidimos el destino de nuestro país. Sobre todo mató la ilusión de disfrutarla a los jóvenes que sacaron su credencial de elector para que su voto contara y se contara. Ahora aprenderán que con el partido de Estado su voto carece de valor, porque el resultado electoral ya estará predeterminado por Morena antes de la jornada electoral.
A la gran mayoría de las y los mexicanos AMLO también mató la ilusión de celebrar la inauguración por vez primera en nuestra historia, de una mujer como presidenta de México, a quien deja encorsetada en Morena con la secretaria de Gobernación saliente y su hijo. No es lo mismo una Dra. Sheinbaum que presida un país democrático, donde despliegue sus habilidades de diálogo, negociación y lucha que demostró tener en la UNAM, que la presidenta de un país nublado por el aburrimiento autocrático de un sistema de partido hegemónico, en el que las y los ciudadanos carentes de la voz y el voto efectivo que dan luz a los ojos, deambulan como zombies desprovistos de la vista como en la novela “Ensayo sobre la ceguera” de Saramago.
Parafraseando a Juan Rulfo, AMLO deja al país en llamas. Se retirará a su finca en Palenque con el recuerdo persistente de haber apagado la llama de la ilusión democrática de México.
Docente/investigador de la UNAM