Para David Guajardo

Para el mundo laico, el Papa es una figura política. Una figura que a través de su poder de influencia a millones de personas en todo el mundo, ejerce un rol político fundamental en el mundo. Pero a pesar de que como símbolo y como portador de una mística influye en millones de creyentes y no creyentes en el mundo, la mayoría de los papados del siglo XX jugaron un rol cada vez más acotado en el acontecer del mundo. Su participación en momentos clave de la historia reciente es innegable, pero para los no creyentes cada vez más su discurso se volvió poco interesante, obsoleto y perdió trascendencia. Hasta que llegó el papa Francisco.

En tiempos recientes el poder político de un papa no emana del estado Vaticano sino de su simbología espiritual. Pero durante décadas este poder había estado en decadencia. Juan Pablo II fue querido por muchos, pero su visión de mundo, como la de su sucesor, mantuvieron a la iglesia católica en un pantano de obsolescencia. La iglesia no logró mantener el paso de los rápidos y agudos cambios de la segunda parte del siglo XX y acabó por estancarse como una institución arcaica y lejana de las problemáticas sociales y mundiales. El papado se convirtió cada vez más en un símbolo autocontenido, representandose a sí mismo y poco más.

El papa Francisco fue diferente. Su primer mérito fue el de constituirse como una figura política profundamente humana. Donde sus antecesores habían interpelado a lo divino, el papa Francisco siempre privilegió lo humano. Y fue eso, su humanidad, no su divinidad la que lo convirtió en un líder moral en un mundo cada vez más desprovisto de brújulas. Francisco, aun desde un lugar tan contradictorio como el Vaticano, fue un símbolo esperanzador.

Es cierto que el símbolo fue más que la realidad. Jorge Mario Bergoglio no logró reformar la iglesia de fondo. Pero aunque no eliminó los abusos, ni transformó el papel de la mujer, ni reconoció plenamente la diversidad sexual—, sí introdujo una narrativa distinta, fresca, empática. Minimizó la obsesiva persecución moral de la iglesia sobre la diversidad sexual, abrió algunos resquicios para la mujer y dio cabida en su visión de la fe para los no creyentes o los creyentes de otros credos.

A cargo de una de las instituciones más antiguas y herméticas, intentó conectar su fe con el mundo real. Habló por los de abajo, pero sobre todo habló con ellos. Supo dejar atrás todo el lastre de simbología y opulencia y salió al encuentro del mundo. Francisco no fue un Papa de dogmas, sino de gestos. Visitó cárceles, lavó los pies de migrantes, habló de pobreza y se convirtió en un portavoz del cambio climático. Su retórica fue la de la empatía no la del pecado y castigo.

La naturaleza humana es la de la contradicción. El Papa criticó al capitalismo salvaje mientras vestía de blanco en una institución plagada de oro. Abrazó a los homosexuales —aunque no los reconoció plenamente— y pidió perdón por los abusos —aunque no los erradicó. Su formación científica le permitió reconciliar la iglesia un poco con la ciencia, se atrevió a redimir a Francisco de Assis pero no a restituir a Giordano Bruno. Fue imperfecto, pero genuino. Y aún así se ganó la enemistad de muchos dentro de la iglesia. El primer Papa que quiso conectar con el mundo moderno real, fue el Papa más atacado y agredido desde el seno de su propia institución.

Eso quizás es uno de sus grandes méritos. Molestó a los que había que molestar porque habló de la corrupción interna, del clericalismo como enfermedad, del sufrimiento del planeta. En un mundo donde incluso los líderes democráticos se esconden detrás de eufemismos, que un Papa hablara con esa claridad es un gesto transformador.

Su muerte deja un hueco, incluso entre los que no creemos. Porque la figura de Francisco trascendió la fe. Fue un mediador entre lo espiritual y lo real, entre lo eterno y lo inmediato. Para muchos, fue más un líder social que un guía religioso. Devolvió al cristianismo un poco de su ímpetu de origen: la rebeldía. Aunque no logró llevarla hasta donde quizás hubiera querido.

El sucesor de Francisco tendrá unos zapatos difíciles de llenar. Porque no solo se trata de carisma, sino de agenda. Quien venga tendrá que decidir si la Iglesia sigue siendo un museo de dogmas o si se arriesga a ser un laboratorio de humanidad. ¿Seguirán viendo la homosexualidad como un pecado o como una expresión del amor humano? ¿Seguirán excluyendo a la mitad del mundo de la toma de decisiones, simplemente por ser mujeres? ¿Seguirán hablando en nombre de Dios, pero olvidando a los hombres y mujeres de carne y hueso? ¿Querrán restaurar un régimen de dogma y tinieblas o uno de luz y apertura? El mundo no necesita más profetas que prometan el cielo; necesita líderes que se ocupen de la tierra.

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