En el mundo de la política global, los símbolos pesan tanto como los hechos. Claudia Sheinbaum es un símbolo. Es la primera mujer en la historia en gobernar México, la decimotercera economía del planeta, un país que juega al mismo tiempo en dos ligas: la de América Latina, con sus eternos dilemas de desigualdad y violencia, y la de América del Norte, con sus tratados de libre comercio y su vecindad incómoda con Estados Unidos. Sheinbaum encarna esa paradoja: presidenta de un país que nunca termina de definirse entre el sur global que arrastra y la eterna promesa del norte que lo arrastra.
El mundo ya la observa. Forbes la coloca como la tercera mujer más poderosa del planeta, Time la enumera entre las 100 figuras más influyentes. Con Claudia Sheinbaum ha pasado lo que nunca había sucedido a un presidente mexicano: figuras internacionales de renombre como Jessica Chastain, Fran Drescher y la gran Shirley Manson la han alabado. Y no es que estos sean referentes políticos, pero su simpatía por la mandataria mexicana habla del símbolo de esperanza que ella encarna a nivel global.
La pregunta, que todos se hicieron en el arranque de su gobierno, fue si podría liberarse de la sombra de su antecesor, gobernar con su propia voz, imponer su estilo en un partido donde varios estaban dispuestos a desafiar su poder. Ahora ya no hay duda, la respuesta es que sí.
Sheinbaum ha demostrado que sabe conjugar el rigor técnico con el pragmatismo político. Algunos lo han llamado “la izquierda con Excel”: una dirigente que traduce el lenguaje del progresismo en cuadros, gráficas y presupuestos. Eso que en México parecía una debilidad –la frialdad, el tono académico, el lenguaje sin estridencias– se vuelve, en la arena internacional, una virtud. Donde otros gritan, ella argumenta. Donde otros buscan la foto, ella ofrece datos. El contraste no podría ser más atractivo para un mundo acostumbrado a caudillos tropicales de verbo incendiario.
Pero el mérito no es sólo de estilo. En menos de un año consolidó su poder interno, domesticó a los rivales dentro de Morena, frenó los intentos de disidencia y mostró que es una operadora eficaz. Y afuera, en el escenario global, supo leer la coyuntura: la relación con Estados Unidos y con Donald Trump se convirtió en su prueba de fuego. Hasta ahora, Sheinbaum ha mostrado que es capaz de lidiar con el vecino incómodo sin convertirse en subordinada. Ha evitado el tono sumiso y el tono bravucón, moviéndose en la línea estrecha de la negociación. No es poco.
La pregunta más grande es si México aprovechará esta ventana histórica. Desde hace décadas, el país ha renunciado a una política exterior ambiciosa. Entre la doctrina Estrada y el nacionalismo ensimismado, México se limitó a ser espectador en los grandes foros globales. Mientras Brasil jugaba a ser potencia regional, México se escondía en la cómoda neutralidad. Ahora, con Sheinbaum, surge la oportunidad de un giro. No porque de repente seamos más poderosos, sino porque el orden mundial está en reconfiguración: Estados Unidos en modo imperialista, China en expansión, Europa en duda. Es un tablero nuevo, y México tiene, por primera vez en mucho tiempo, una interlocutora legitimada que el mundo quiere escuchar.
Pero la oportunidad no garantiza el salto. Sheinbaum tendrá que sacudirse el lastre de la inercia diplomática mexicana. Dejar de confundir prudencia con silencio. México necesita posiciones claras: frente a América Latina y el descalabro democrático de países vecinos, frente a Centroamérica y la crisis migratoria, frente al Consejo de Seguridad de la ONU y su reforma pendiente. Y también necesita abrir rutas nuevas, hacia territorios con resonancia histórica: Filipinas, Guinea Ecuatorial, España. Lugares donde México puede hilar una narrativa de afinidades culturales y políticas. El poder blando mexicano existe –su música, su cine, su gastronomía, su literatura–, pero falta la voluntad de usarlo estratégicamente.
Sheinbaum puede ser esa figura. Y no es un asunto menor para su propio gobierno. La popularidad interna, por alta que sea hoy, no será eterna. El desgaste vendrá. El costo de gobernar un país desigual, violento y polarizado se acumulará. Una visibilidad global fuerte, una narrativa internacional, puede darle aire político interno. Porque si el mundo escucha a Sheinbaum, también lo hará México. El espejo global devuelve legitimidad.
El reto es enorme. Ser la primera presidenta mujer de México no basta. Ser científica en un país de políticos tampoco basta. Sheinbaum tiene la biografía y el contexto, pero ahora debe construir la política que México nunca quiso construir. En este momento en que los espacios de poder se están redibujando, México puede dejar de ser un espectador y entrar en el tablero. Y, quizá por primera vez, el mundo quiere que lo haga. Pero también Sheinbaum tendrá que encontrar balances internos, si su primer año consolidó su poder a base de operación política y reformas, este segundo año tendrá que fortalecer la institucionalidad y la democracia del país, buscar el crecimiento económico y usar su mayoría en el Congreso para combatir la corrupción y generar una institucionalidad sana.
¿Quién es Claudia Sheinbaum para el mundo? Es la promesa de un México global, técnico y femenino. Una promesa que todavía tiene que cumplirse, pero que, por primera vez en décadas, parece posible.
Analista