En el aeropuerto de Cancún no pueden faltar las fotos de jaguares majestuosos en medio de la selva. El paraíso prístino de aguas turquesas, selva y fauna salvaje. Ya a nivel de tierra es difícil encontrar algún resquicio de esto. Desde la calle, los hoteles y parques temáticos bloquean la vista del mar; de la selva no queda más que pequeños jardines ornamentales, muchas veces invadidos de especies foráneas, y un ocasional jaguar enjaulado. En México el paraíso natural es el mejor lugar para poner un fraccionamiento. Dónde quedan espacios naturales, hay una oportunidad para los “bisneros” del oportunismo. Siempre habrá un presidente municipal a quien darle moche o un gobernador que se haya apropiado del terreno para desarrollarlo.

Unos kilómetros al sur de Cancún, existió Tulum, hoy solo quedan sus ruinas. Las más antiguas datan del posclásico maya, las más recientes se presentan en forma de fraccionamientos multitudinarios. La destrucción de este paraíso es inaudita. En Tulum la depredación inmobiliaria ha conocido su esplendor máximo. En lo que antes era un pequeño pueblo rodeado de una naturaleza paradisíaca, hoy ha surgido un frenesí inmobiliario descontrolado. El paraíso ha sido fraccionado en pequeños lotes y esos lotes han sido atiborrados de departamentos. “Vive en el paraíso” se lee en los letreros de las inmobiliarias que irónicamente destruyen el paraíso para que puedas vivir en él.

El caso de Tulum es particularmente irónico. La destrucción de la Riviera Maya ha ido de norte a sur; empezó en Cancún, luego acabó con Playa del Carmen y ahora ha destruido Tulum. En un principio Tulum se jactaba de no ser Cancún, pero poco a poco se convirtió en una especie de retiro para hippies y hipsters acaudalados que viven bajo la consigna de un ambientalismo aprendido de documentales de Netflix; veganos, libres de gluten y activistas de la humanización de los perros. Los autodenominados “tuluminatis”, se plantean como seres conscientes de su entorno a la vez que desayunan “avocado toast” y “acai bowls”, mientras que el chicozapote y el mamey se pudren tirados en el piso.

Hoy, Tulum es el producto del mismo capitalismo desenfrenado que creó Cancún hace dos décadas, pero trasladado al nuevo discurso “buena-ondita” que disfraza la depredación. Si la moda de entonces eran hoteles enormes y parques temáticos, ahora son “hoteles boutique”, “depas sustentables” y cafés al estilo Brooklyn. Al final, el resultado es el mismo, solo la narrativa ha cambiado. Las inmobiliarias construyen sus clubs de golf y sus multifamiliares (que no llaman así) asegurando en todo momento que la destrucción de la selva de la que son culpables, es sustentable porque plantaron unos bambús chinos entre tu posible casa y la del vecino.

El fenómeno no es exclusivo de la Riviera Maya , hay una falta visión del Estado por proteger nuestro patrimonio. ¿Qué pasa cuando el Estado y el gobierno son los que propician la destrucción en lugar de garantizar la conservación? En México la depredación es uno de los mejores negocios para los políticos. Se descubre un paraíso, se lotifica y vende hasta que deja de ser paraíso y todo mundo sale corriendo a buscar el siguiente lugar para destruir.

En San Miguel de Allende los cerros ya han desaparecido, las constructoras construyen un fraccionamiento sobre otro sin que las autoridades locales digan nada. No hay zonas protegidas, no hay recuperación de la presa, no hay nuevos parques, nada de eso deja dinero, solo fraccionamientos y más fraccionamientos hasta que la ciudad no aguante. Todo al amparo de la autoridad local.

El caso del Valle de Guadalupe es aún más grave. Es uno de los pocos casos del país en los que la agricultura es el centro económico y turístico de la región. Esto es producto de una comunidad agrícola organizada que ha protegido su patrimonio. La llegada del turismo masivo ha cambiado todo, el valor de la tierra ha subido y hoy todos los cerros del Valle han sido perforados por caminos clandestinos para poder lotificar y vender. Muy pronto este valle agrícola se convertirá en un suburbio más de Ensenada.

Aunado a eso, la industria de las bodas ha encontrado un nuevo nicho; en lugar de adaptarse al entorno, ponen lonas y música estruendosa hasta la madrugada. A esto se suma la apertura de antros que han proliferado en el Valle. Lo que sería impensable en Nappa, la Rioja o la Toscana es una realidad en el Valle de Guadalupe; antros de tres pisos con Reggaeton y luces en medio del campo. Con los antros ha llegado un nuevo turismo, uno que no le importa la tierra, el ecosistema y mucho menos el producto. Las autoridades no han hecho nada para frenarlo.

Tulum, El Valle de Guadalupe y San Miguel comparten el mismo futuro que destruyó a Acapulco hace muchos años. Mientras no haya estado de derecho y los gobernantes hagan negocio desde el poder, en México lo destruiremos todo.

Analista político

 

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