Nada más apropiado en el mundo que vivimos que dos individuos subiéndose a una nave espacial y largándose de este planeta. Nadie podrá reprochárselos, en todo caso, parecen ser los más afortunados de la especie. Sin embargo, no deja de haber algo sumamente simbólico en esa imagen. Para algunos es una imagen de esperanza, de que en los momentos más oscuros, el ingenio de la humanidad permite pensar en que hay otra posibilidad, una salida, al menos para unos cuantos. Para otros, la imagen es de desesperanza: a veces lo único que queda es escapar.

A nivel de suelo, la humanidad se enfrenta a su propia nimiedad. Logramos conquistar la luna, domesticar la selva, convertir al lobo en french poodle; pero como siempre, hemos sido derrotados por nosotros mismos. La crisis del Covid no ha transformado la naturaleza injusta de nuestras sociedades, pero en muchos casos sí la ha revelado. En Estados Unidos el racismo sistémico ha quedado expuesto y la respuesta de la gente ha mostrado la otra cara de un país que se autodenomina libre, con más ánimo de marketing que de realidad. En México, la brutalidad (en su acepción más amplia) de las instituciones diseñadas para mantener el orden, y la desidia de una clase política demasiado pequeña para enfrentar retos tan grandes.

En su libro Los cien próximos años, George Friedman afirma que en términos del uso de la violencia del Estado, Estados Unidos siempre sobrerreacciona porque es aún inseguro sobre su propio poder, como un adolescente. Mas allá del grotesco espectáculo racista, la ola de protestas ha revelado la naturaleza autoritaria del sistema estadounidense. En muchos lugares del mundo esos mismos escenarios de protesta han sucedido sin que ello involucre toques de queda, ni el ejército en las calles, ni represión. Estados Unidos ocupa mucha de su energía construyendo narrativas maniqueas en las que ellos se plantean como los buenos y señalan a los malos; hace unos meses condenaban al gobierno chino por lo que ellos consideraban la represión de las protestas de Hong Kong. Difícil mantener la legitimidad moralina en estas circunstancias; pocos países reaccionan tan violentamente ante la disidencia desestabilizadora como nuestro vecino al norte.

En México el racismo, el clasismo y la misoginia están enraizadas en el sistema político y económico. Los políticos lo niegan o construyen narrativas simbólicas para pretender que lo están atendiendo. La frivolidad del gremio es reconocida, su ludismo laboral también. Asistir a una sesión del Congreso o una reunión de gobernadores es entrar a una realidad paralela, de niños que juegan a ser adultos, a ser importantes, a quedar bien con el jefe, a mover sus propios intereses individuales. Para un espectador poco acostumbrado, la constancia más evidente es una dinámica teatral, una construcción ambiental que se asemeja a las dinámicas de los niños cuando juegan a ser adultos. El Covid ha revelado a una clase política que se ha acostumbrado tanto a vivir en ese juego intrascendente y frívolo que son incapaces de reconocer cuando la realidad por fin los llama.

La crisis del Covid trae buenas noticias también, los factores de cambio y transformación parecen acelerarse ante las nuevas dimensiones de la normalidad. El descontento se agudiza, pero también se canaliza en la construcción de motores de cambio. La exigencia política debe aumentar; tanto los mexicanos como los norteamericanos cuestionan ya no solo a sus gobiernos o sus políticos sino al sistema que los ha construido. No hay duda de que cuando el énfasis del descontento se vuelve el sistema y no únicamente los individuos que se benefician de él, los cambios ocurren con más profundidad.

Tiene que haber algo de ironía en que mientras construimos muros para evitar la confluencia de extraños, narrativas sobre la peligrosidad o la inferioridad del otro, fronteras para separarnos, sustantivos para polarizarnos, un pequeño virus, invisible al ojo, indiferente a los muros y a las distinciones raciales, de género, de clase, nos tiene a todos contra las cuerdas. Tiene que haber una lección ahí, aunque ciertamente para que una lección funcione tiene que haber quienes están dispuestos a aprender de ellas. ¿Lo estarán los políticos del mundo? Mientras tanto, solo hay cuatro seres humanos que pueden apreciar la belleza del mundo en su totalidad, y lo pueden hacer porque están fuera de él, y desde allá arriba no nos vemos nosotros.



Analista político

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