Una de las cosas más sorprendentes de Colombia y muchos países de América Latina es llegar a una oficina de gobierno y encontrarte con un crucifijo o una virgen. En México eso afortunadamente no pasa, porque los movimientos sociales y políticos de los últimos dos siglos han consolidado un Estado laico. Mientras que los estadounidenses siguen hablando de Dios desde el gobierno (In God we Trust), en México se ha construido una sana distancia entre religión y Estado. En México, millones de personas practican religiones no cristianas, o simplemente son agnósticos o ateos. La laicidad del Estado garantiza que el gobierno no se mete en temas personales como la religión, lo cual representa un avance fundamental para una verdadera democracia moderna. La religión nunca debe formar parte del discurso de un gobierno y mucho menos del actuar de un Estado.

Por eso lo hecho por Xóchitl Galvéz en el último debate presidencial es grave. Su estrategia fue obvia: intentar usar la religión que la mayoría de mexicanos profesan para conquistar voluntades políticas. Sabía que Claudia Sheinbaum no iba a poder retomar ese discurso y por ello jugó de manera demagoga la carta de la religión. Fue un acto de bajeza política y populismo ramplón. No solo se trata de una ofensa a todos los mexicanos que no profesamos la religión católica, no solo fue un retroceso político enorme, sino una afrenta al rol del estadista. Xóchitl tiene muchas cualidades, pero sus aspiraciones de estadista quedan gravemente manchadas al tratar de hacer uso político de un tema que debe siempre ser privado, personal e individual. En un espacio construido para debatir ideas, propuestas de gobierno y visiones de país, la candidata del PAN-PRI-PRD cuestionó a otra candidata por no creer en su Dios para intentar sacar rédito público de un tema que debe siempre ser privado.

Puede ser que la desesperación la haya llevado a eso. Puede ser que sea su convicción. En cualquiera de los casos la viabilidad de su discurso queda manchado por esta narrativa. Lo que hizo Xóchitl es inaceptable y una democracia seria no debe obviar el tema de señalarlo como tal. La ciudadanía mexicana está tan polarizada que es improbable que la trampa de Xóchitl le signifique algún beneficio o afectación electoral, pero su narrativa ha generado molestia entre muchos círculos intelectuales y de la sociedad civil.

Lo hecho por Xóchitl nos recuerda que en México subsiste una corriente política que no cree en la laicidad del Estado, que es sumamente católica, conservadora, clasista e intolerante. El discurso de Xóchitl nos recuerda ese panismo conservador y arcaico. El panismo de Guanajuato y el Yunque, el panismo de la religión, las “familias bien” y la fe. Nos recuerda a Vicente Fox besando el anillo del Papa, y a la narrativa retrógrada de la iglesia católica y sus arzobispos en México, de miles de asociaciones de padres de familia, del Opus Dei, los Legionarios y los protectores de la “familia tradicional”. El discurso de Xóchitl recuerda las consecuencias que trae el votar por el PAN en estas elecciones.

El uso de la religión por parte de Xóchitl recuerda que debajo de la superficie, el panismo sigue siendo conservador y religioso; no hay que rascarle mucho para encontrarse con ello. En una columna reciente, Genaro Lozano alertaba sobre la falsedad con la que Santiago Taboada decía estar cerca de la comunidad LGBTTQ+ cuando durante toda su carrera se ha opuesto a la lucha de la comunidad por sus derechos. En el enojo que muchos tienen con el gobierno de la 4T, no deben olvidar lo que significa la otra opción. Estas acciones nos lo recuerdan. Detrás de las máscaras electorales, el panismo sigue siendo conservador, religioso e intolerante.

Sin embargo, hay algo sorprendente en el giro de la candidata a la presidencia del PAN. A diferencia del cinismo de Taboada, el discurso de Xóchitl Galvez ha sido históricamente mucho más progresista y abierto que el del panismo que ahora la abandera. Su decisión de tomar el camino del populismo religioso sorprende y más bien parece plantearse como un acto que anuncia una desesperación mal procesada. En todo caso es decepcionante y representa un triste cierre de campaña de un personaje que ha sido muy valioso para el debate público en México por muchos años. A México le conviene que haya contrapesos y balances, pero no unos que se proyecten desde la religión, el conservadurismo y la intolerancia. La democracia mexicana debe proteger su laicidad y la no incursión de la religión en la política.

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