Hay algo grotesco en el espectáculo político que observamos. Un político abraza falsa pero efusivamente al otro y le secretea algo, otra se enoja y exige respeto, uno más “rechaza” un dinero que en realidad no le pertenece, a otra no le dejan registrarse, y todos nosotros desde nuestras pantallas, ávidos por descifrar los susurros, generar hipótesis de los símbolos, adivinar el sentido de sus gestos, visualizar escenarios. ¿Y todo eso qué tiene que ver con nuestras vidas? Con nuestras vidas de verdad. Las vidas de millones de mexicanos que viven en la pobreza desde hace décadas, y de millones más que no, pero que viven vidas que igual serán afectadas por las decisiones de los que observamos en nuestras pantallas.
No sé porque da la sensación de que estamos observando a una secta haciendo un reality show. Algo tan lejano que borda en lo ficticio. En nuestras pantallas aparece un grupo de personas que no tiene nada que ver con nosotros, que tampoco tienen ningún interés en nosotros. Parecen vivir al margen de la sociedad, parece que solo viven en las pantallas. Ojalá fuera así. Más bien, viven en una burbuja endogámica; deciden entre ellos su futuro y con ello, el futuro de los demás. No hay nada en su gesticulación que los haga aparecer empáticos o interesados en entender lo que hay del otro lado del celular que los graba; se ven unos a otros, pero sobre todo se ven a sí mismos. Se podría decir que se ven unos a los otros para poder verse a sí mismos; eso es lo que los obsesiona.
Miento. Sí sé porque da la sensación de que observamos a una secta hacer un reality show. Da esa sensación porque lo que observamos son personajes no personas, son puestas en escena, no realidades. Todo en ese mundo de su “reality” es una simulación de la realidad, pero están tan acostumbrados a la simulación que ya los gestos más sencillos de lo humano no les salen naturalmente. Los aplausos que simulan la emoción, las porras que simulan el apoyo, las sonrisas que simulan la felicidad, los discursos que emulan al habla. Como si allá afuera, en sus casas, la gente estuviera vitoreando sus nombres, echando porras, escuchando sus vacíos. Los observo y no veo nada que me parezca humano o empático, lo que quieren es ganar el reality show, demostrar que son más inteligentes, más poderosos, más descarados que el otro.
Lo grave es que ese mundo interior les basta. La secta endogámica es tan poderosa que casi se permite vivir sin lo exterior. Solo necesitan nuestro voto una vez cada seis años. Ahora llega ese momento y los precandidatos desfilan por las pantallas y las redes sociales como si fueran extraterrestres. No hay un solo gesto de humanidad, un solo momento de empatía, de acercamiento genuino, no hay pistas de que son seres humanos. A ellos esta fórmula les ha funcionado, pero qué dice este éxito sobre nosotros. ¿Cómo fue que lo permitimos?
Un país con tanta necesidad de seriedad, de compromiso, de alguien real y capaz, se enfrenta a un grupo de personajes que juegan al té. La palabra “jugar” no sobra, hay algo sumamente lúdico en sus actitudes, como si todo fuera un juego de niños. Los oficiales, la oposición, los de chiste, los oportunistas, todos juegan un juego a ver qué pieza del pastel les toca. Los procesos electorales deberían ser espacios de debate de ideas y construcción de proyectos de país, lo que vemos son proyectos de culto a personalidades. A los únicos que realmente les interesa es a los que piensan que el poder puede salpicarles beneficios. Ellos ya están alineados, echando porras, buscando un apapacho o una palmadita en la espalda que los haga sentir importantes y legitime su existencia política. En su novela “Esa Fuerza Maligna”, C.S. Lewis plantea la necesidad de pertenencia al “círculo interno” como uno de los efectos más perversos y destructivos del poder político; en México vemos como figuras de todos los sectores van poco a poco cayendo. La tentación es grande.
¿Qué hacemos viendo este despropósito? ¿Morbo o complicidad? En lugar de exigirles rendir cuentas, sentarse en el banquillo y presentar proyectos reales, los vemos desfilar al tono de la narrativa que ellos mismos imponen. ¿Qué no somos nosotros los que tenemos qué elegirlos? ¿Qué no somos nosotros los que tenemos que exigirles lo que necesitamos de ellos para poder tomar la decisión? Estamos pasmados en el maravilloso juego de la intriga, sin darnos cuenta de que ellos pusieron las reglas y al hacerlo han invertido los roles. El país espera quién será ungido presidente, en lugar de que el país analice quién debe ser electo presidente.
Los políticos mexicanos de todos los partidos parecen vivir en un espacio paralelo de la realidad. Se congratulan, se traicionan, planean y se reparten como si el país fuera un tablero de Monopoly. Entre todos sus muchos defectos, al menos el presidente López Obrador parece real y genuino comparado con ellos, quizás ese sea uno de los grandes secretos detrás de su popularidad. Un hombre que al menos pretende ser genuino entre muchos que ya ni siquiera se acuerdan como serlo.
Por eso si uno se atreve a tomar una bocanada de aire, salir del frenesí y separarse un poco de la pegajosa coyuntura, lo que se ve es cómico en un sentido trágico, intrascendente en un sentido histórico y grotesco en un sentido absurdo. Entre tanto cartón, simulación y pequeñez da una incontenible sed de algo, cualquier cosa, que parezca humana.
Analista político