La pandemia de la Covid-19 ha servido para revelar las tendencias autoritarias de los gobernantes en todo el mundo. La facilidad con la que los gobiernos han aplicado medidas restrictivas a la libertad, demuestra la tentación que es el autoritarismo para los gobernantes y lo relativamente fácil que puede ser su aplicación. Es cierto que la pandemia trajo consigo muchos imponderables, pero donde faltaron respuestas políticas científicas, sobraron políticas autoritarias. Muchos gobiernos en el mundo impusieron toques de queda y cuarentenas prolongadas a sus ciudadanos, sin que se sopesara la validez ética de estas acciones, ni si realmente fueron constituidas para “el bien común” o simplemente como un ejercicio de teatralidad y abuso de poder.
En Asia, algunos países pusieron mecanismos de control biométrico y vigilancia permanente a través de celulares y cámaras. En Europa, la cuna de las libertades humanas, los gobiernos impusieron restricciones severas a la libertad de tránsito humano. Muchos gobiernos en América Latina vieron estas acciones y decidieron imitarlas en un gesto de teatralidad bananera, imponiendo medidas absurdas con tal de aparentar “seriedad”.
En Colombia se ejerció una cuarentena general, con salidas restringidas por número de cédula; en Panamá la población estuvo cuarentenada más de 6 meses con el aeropuerto cerrado; en Argentina se ordenó una cuarentena prolongada cuando todavía había escasos casos en el país. En sus versiones latinoamericanas, las restricciones a la libertad tuvieron toques surreales y decimonónicos, como por ejemplo las salidas para abastecimiento por género. Todos estos excesos hicieron poco para transformar la ardua situación sanitaria en el mediano plazo, pero permitieron a los gobiernos demostrar su poder y aparentar control.
En el fondo, todas estas acciones ameritan una reflexión profunda sobre el derecho a la libertad y a la privacidad. Existe una cierta lógica en las medidas para evitar las conglomeraciones humanas; horarios y capacidades restringidas en restaurantes, el uso de cubrebocas, y la cancelación de eventos masivos. Todo eso hace sentido. Sin embargo, coartar la libertad de tránsito de los seres humanos es una discusión aparte. Cuando un gobierno prohíbe a su población la libertad de salir a la calle, a caminar o a transitar, se está coartando uno de los derechos humanos más básicos. El Estado moderno fue constituido para garantizar libertades no para cortarlas. Afortunadamente en México reinó la sensatez y la legalidad en este sentido.
En medio de la conmoción sanitaria poco se ha discutido de las acciones del Estado. El escándalo de Pegasus mostró la facilidad con la que los gobiernos denostan la privacidad y la libertad de sus ciudadanos ilegalmente. La pandemia ha revelado que ni siquiera es necesario encubrir estas acciones. Nunca se ha hablado tanto de la privacidad y la libertad y nunca se ha tenido menos de ambas. Lo alarmante es que esto no alarma. Hemos sacrificado libertad y privacidad de buena gana, sin protesta alguna y muchas veces inconsciente pero voluntariamente. Hemos sacrificado la libertad y la privacidad en pos de nociones abstractas de seguridad y progreso, cuando lo único tangible es que cada vez otorgamos más poder al Estado.
La pérdida de la libertad no se limita a las nuevas tecnologías. En Colombia por ejemplo, el número de cédula se ha vuelto un mecanismo de poder y control del Estado; para asistir a cualquier lugar o realizar actividad o compra, los colombianos tienen que dar su número personal. Sin necesidad de mucha tecnología, el gobierno colombiano puede saber todas las acciones emprendidas por un ciudadano en todo momento. Lo interesante es que los colombianos lo han normalizado y no se cuestionen esta práctica. ¿Queremos que los gobiernos puedan vigilarnos en todo momento? ¿Queremos sacrificar nuestro derecho a transitar con libertad y privacidad en un territorio? ¿Debe el gobierno saber dónde comimos y con quién estuvimos? Es evidente que no, y menos en América Latina donde los gobiernos dan mal uso a la información de los ciudadanos.
Si bien la pandemia ha expuesto las tendencias autoritarias de los gobernantes, en medio del pánico y el caos ha habido poca resistencia a sus abusos. ¿Cómo es posible que hayamos asumido tan fácilmente las restricciones a la libertad de tránsito? ¿Cómo es que nos hemos acostumbrado a que un puñado de seres humanos decida que no podemos salir de nuestras casas? ¿Cómo es que hemos aceptado que nuestros teléfonos nos vigilen, que nuestras aplicaciones nos acechen? Los seres humanos debemos seguir luchando por nuestra libertad, por una libertad libre del Estado y su vigilancia. El Estado puede limitar el comercio y ciertas actividades pero no debe restringir nuestra libertad a la movilidad, ni debe saber qué hacemos en todo momento. Aunque las contrapartes siempre establecerán el argumento de la seguridad o el bien común, la sociedad debe defender su derecho a la libertad y la privacidad. La seguridad no se construye a golpe de cédulas, cuarentenas y toques de queda.
Analista político