Bardo abre con el personaje principal corriendo en el desierto, su objetivo es emprender vuelo. No vuela para escapar, vuela porque el sueño se lo concede y desde allá arriba se puede observar mejor lo que sucede abajo.
El vuelo de Iñárritu le permite una visión panorámica del inconsciente: de esa conglomeración irracional de sentimientos, pensamientos y visiones que construyen nuestro sentido del ser y la identidad. Bardo no intenta explicar sino mostrar. Habrá quiénes prefieran un manual de instrucciones para adentrarse en el ser, para los demás no hay más que correr con Silverio hasta emprender vuelo, y una vez ahí, dejarse llevar.
El viaje de Bardo es trascendental, pero se parece más a una sinfonía visual que a una epopeya; las imágenes y los mundos revelan lo que el lenguaje no podría. El Bardo es ese espacio entre la vida y la muerte, entre la verdad y la mentira, entre la realidad y la fantasía. Es un espacio dual donde lo único que no se acepta es el mal gusto de la certidumbre. En ese sentido, es el espacio artístico mexicano por excelencia, ese lugar donde viven Pedro Páramo, Frida Kahlo, y el ometéotl.
Hay muchas cosas que sorprenden de Bardo, pero la más impactante es la profunda intimidad a la que nos invita el director. Lo que vemos en Bardo es el retrato de un ser humano real y no una fabricación perfeccionada para el agrado de la moral pública. Bardo llega a lo más profundo del ser, porque acepta lo que el espacio público de hoy niega; la complejidad y muchas veces contradicción del ser humano.
La película es sumamente personal, pero lo es de una forma honesta. El ego no está ahí para imponer, sino para cuestionar. Bardo muestra la vanidad, la alegría, el dolor, la inseguridad y el miedo para finalmente preguntarse ¿qué significa “ser”? Ser papá, ser esposo, ser mexicano, ser artista, ser humano. Quizás el mayor acierto es que Bardo indaga en las preguntas sin intentar ofrecer respuestas.
Son pocas las veces en las que un artista te invita a recorrer su mundo interior de forma tan transparente. Hacerlo toma agallas; es más fácil retratar la psique de los otros que abrir las puertas de tu propia vulnerabilidad; habrá quienes aprovechen este resquicio para atacar, hay quienes mejor aceptan humildemente la invitación del viaje y acaban por aprovecharlo para verse en el espejo.
Es difícil no hacerlo, la película cala adentro como un hermoso delirio. Iñárritu se adentra en la muerte de un hijo, y luego la de un padre. De un lado al otro del péndulo, siempre hay una fibra sumamente humana pero juguetona que busca evadir lecciones, pero no emociones. La escena en la que el protagonista conversa con su papá en un baño es devastadora. La manera en la que expresa la pérdida del hijo es incómoda y conmovedora.
El verdadero arte sólo es fiel a sí mismo. Una obra no debe buscar satisfacer a la sociedad ni a la moral pública de la época. El rol del arte es expresar. A veces al hacerlo conecta con un público, aunque éste no siempre sea el público de su propia época. El arte se hace desde el presente, pero no para él.
Esto a veces se olvida. Hemos permitido que la politización y la moralina carcoman todo espacio público. Vamos al mercado y compramos políticamente, exigimos que nuestros ídolos deportivos y del entretenimiento sean congruentes con nuestra moral política, etc... “Las sociedades totalitarias se definen como lugares en los que todos los modos de vida están sometidos a lo político.” dice el escritor Christopher Beha, y cada vez más, desde esa óptica nos aproximamos al arte. Está de moda sentar a los creadores en el banquillo a rendirnos cuentas, como si fueran políticos.
“En estos tiempos dividimos nuestro consumo cultural en dos categorías, el escapismo -cuyo valor recae precisamente sobre su insignificancia- y los objetos culturales que importan porque plantean un argumento político. Cuando la gente se queja de la politización de la cultura, lo que quieren decir es que cosas que antes estaban en la primera categoría -comedia, futbol o los Oscars- ahora están en esta segunda categoría. Pero nos olvidamos de una tercera categoría. La cultura que importa por sí misma. La cultura que promulga la búsqueda del conocimiento y la belleza” -dice Christopher Beha en la revista Harper’s.
Bardo pertenece a esta tercera categoría. A un arte que no está hecho para predicar, sino para explorar y expresar. Una obra de arte que además entretiene, pero que no fue construida exclusivamente para ello. Bardo se siente, no se explica. Además de la dirección, la fotografía de Darius y la dirección de arte de Eugenio Caballero son espectaculares y tanto Giménez Cacho como Ximena Lamadrid transmiten la esencia de la película perfectamente con sus actuaciones.
La identidad es un mito que da sentido a nuestra existencia. Una fantasía convincente que nos permite sobrellevar el día. Bardo es la historia de una travesía humana, pero también mexicana por entender ¿quién soy? ¿de dónde soy? y ¿para qué soy? Con todas sus contradicciones y sus ilusiones. Un espacio lleno de historias, pero libre de verdades. Si te permites llevar por el vuelo de Silverio, el viaje acaba siendo estremecedor.
Bardo es un espejo, hay que mirarla para encontrarte en él.
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