“La libertad de opinión es una farsa a menos que se garantice la

información objetiva y que no estén en discusión los hechos mismos”

Hannah Arendt, Verdad y Política (1964).

La mentira inocula más que la verdad, es más seductora y complaciente con las ficciones, pero esto está lejos de ser nuevo. En la actualidad, el término posverdad es un instrumento efectivo para “diagnosticar” a los populismos y los extremismos en las tertulias y mesas políticas, pero resulta indispensable reflexionar no solo sobre la capacidad de los políticos o partidos políticos para mentir, sino de lo que constituye una de las principales vía de acceso a la realidad de cualquier persona, el periodismo.

De la misma manera en que las religiones actúan como monopolio de las emociones, los medios actúan como sistemas de administración de la verdad, ahí radica la importancia y la responsabilidad de quien ejerce el oficio periodístico. Existen voces comprometidas con minimizar o socavar su función social, pero la principal tarea del periodismo es diferenciar entre lo anecdótico y lo importante, es una especie de “guión y orden del mundo”, como lo señala el periodista catalán, Arcadi Espada.

En tiempos donde lo descarnado se premia, el periodismo puede llegar a degradarse por el afán de algunos medios de fungir como fábricas de realidades. No estamos solo en tiempos de la posverdad, sino de la preverdad. Hoy, las sentencias las extienden los tribunales mediáticos, no los tribunales judiciales.

El mismo Espada, en su libro “Un Buen Tío, Cómo el populismo y la posverdad liquidan a los hombres”, compila de manera detallada cómo el diario EL PAÍS, principal periódico de España y uno de los principales referentes de la prensa internacional, dedicó durante tres años, 169 portadas a Francisco Camps, líder valenciano del Partido Popular (PP) a quien se le involucraba en un supuesto soborno por cuatro trajes derivado del caso Gürtel. El Tribunal Supremo lo absolvería más tarde, pero Camps tuvo que abandonar su carrera política por un delito que no cometió, porque ya había sido sentenciado por los tribunales mediáticos, no los tribunales judiciales. “Fue absuelto un cadáver (político), porque ya estaba muerto”, apunta el autor.

El papel de los medios radica en no ceder a la emocionalidad, a la vileza de los mensajes y a querer fungir como “garganta del pueblo”. Por esto, pretender que lo que se lee o ve en los medios tenga vinculo con la vida, pone en evidencia la fragilidad de la interlocución entre las audiencias y los periodistas.

La confección de la realidad informativa una vez sucedidos los hechos noticiosos, nos coloca en el lugar de la posverdad, pero aspirar a fabricar la verdad previa a los hechos, nos aloja en la preverdad. La fabricación del caso Florence Cassez e Israel Vallarta, patrocinado por Carlos Loret de Mola en 2005, es una de las piezas más acabadas de la introducción de elementos de ficción a la producción y post- producción de los hechos. Es decir, dos personas acribilladas por los tribunales mediáticos. Se transmitió una tortura por televisión abierta con cuatro enlaces en vivo. La Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) finalmente, determinó que no fueron detenidos ese día sino un día antes en la carretera, fue “una escenificación ajena a la realidad”, es decir, un montaje. El mismo Genaro García Luna, titular de la Agencia Federal de Investigación (AFI) señaló en entrevista con Denise Maerker que el montaje “fue a petición de los periodistas”.

Los antecedentes penales caducan, pero los mediáticos no. Con la distancia que guardan los dos casos expuestos, ambos revelan la importancia de la labor periodística y los peligros del negocio del rating y de las mentiras.

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