Intentando descansar cerré los ojos cinco minutos y al abrirlos me di cuenta de que estamos a mitades de junio. Suspiro hondo, profundo, hago un breve recorrido mental por los meses que ya pasaron y decido no clavarme porque muy poco ha salido según el plan original y luego acabo haciendo corajes. El chiste que se cuenta en ciertos círculos dice algo más o menos como “¿Quieres hacer reír a Dios? Cuéntale tus planes”. Mi terapeuta es de la misma opinión. Con todo y a pesar de no seguir formalmente ninguna religión, practica la Terapia Conductivo Conductual y me la aplica cuando lo considera necesario. Como ahora. Soy una persona pragmática, me gusta ir a lo que voy sin rodeos, pero mi tendencia es más bien un inalcanzable perfeccionismo que me hace caer constantemente en la negatividad y hasta puede llegar a provocarme temor a no dar el ancho en las situaciones más absurdas. Mi terapeuta, por el contrario, es alguien extremadamente positivo y optimista a quien le gusta ver el vaso medio lleno. Discutimos, alegamos, hacemos las paces por medio de memes y emojis y hasta ahora su método ha funcionado aun cuando en más de una ocasión me ha hecho sentir ridícula. En definitiva, alguien de toda mi confianza con mis mejores intereses en mente.

“La terapia conductivo conductual te ayuda a tomar conciencia de los patrones de pensamiento que pueden estar generando problemas en tu vida. Observar la relación entre tus pensamientos, sentimientos y comportamientos te ayuda a ver las situaciones críticas con más claridad y a responder a ellas de forma más eficaz” (mayoclinic.org). No más promesas autocumplidas o autogoles. La TCC busca a través de la repetición de hábitos y acciones –entre otras cosas- un cambio en la actitud o comportamiento de una persona a fuerza de repetición. El hábito hace al monje y todo eso. Ahora mismo me siento como niña de primaria haciendo planas y planas hasta que me la empiece a creer, solo que en vez de escribir frases motivacionales, murmuro entre dientes afirmaciones positivas con evidencia científica que repito mañana y noche. Puede ser en silencio, mentalmente. La idea es que se me quite lo amargoso de fechas recientes y salga a la calle emanando sonrisas y buena vibra. Pero, me falta fe en esas frases célebres de “Yo soy...”, “Yo puedo...”, “Yo logro...”,, me dan risa, me doy risa. Y sí, empiezo un poco en tono de broma, pero va cambiando conforme leo y al final hasta me la creo. Mis desplumadas alas se yerguen con ganas de salir a la ventana a volar como unicornio que huele a talco de bebé, al menos por un rato. Pero me cuesta trabajo. El tomar conciencia de que no quiero convertirme en viejilla amargosa es un paso adelante. Ya me iré enterando de qué sigue.

Existen muchas otras maneras de recuperar la buena vibra, por supuesto, pero esta no tiene necesidad de limpias o ceremonias complicadas y me garantizan que funciona. Además, lo único que requiere son ganas y una pizca de sal. Una persona positiva, flexible, adaptable, tiene mayores probabilidades de vivir medianamente tranquila y durante más tiempo que aquella que a todo le pone peros. “¿Y si hace frío?” Te pones un sweater. “¿Y si llueve?” Sacas el paraguas. “¿Y si no sale como esperaba?” Pues ni modo, no tocaba. El punto es cultivar lo positivo, adquirir la buena costumbre de ver las cosas concentrándose en lo bueno, lo amable, lo que nos hace sonreír.

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