Me preguntaba el otro día cuál es la diferencia entre ser fuerte y ser resiliente. La fuerza es lo que sentimos (o no) antes de un gran evento, una gran emoción; la resiliencia es la que aparece después, la que ayuda a no morir en el intento. Preparación y recuperación. En palabras más elegantes, “la fuerza se refiere a la capacidad de soportar la presión mientras que la resiliencia es el poder de adaptarse al cambio. Una tiene que ver con la resistencia y la ‘dureza’, mientras la otra tiene que ver con la adaptabilidad y la flexibilidad” (). Como el bambú.  Cuando estoy estresada meda por caminar de un lado al otro de la habitación. A veces lo hago en automático, con la mente casi en blanco, sin jactarme hasta la tercera vuelta. ¿Sirve de algo?  Yo creo que sí, me tranquiliza, me permite pensar, ayuda a que mi resiliencia se ponga en práctica, me facilita dar el siguiente paso, salir del hoyo. Otras veces medito, con dificultad. También he probado escuchar música y bailar. Cuando ningún remedio parece hacer efecto, evoco a San Rivotril, patrono del adulto contemporáneo.

Hay ocasiones en que me siento la versión en carne y hueso de la resiliencia, el prototipo. Por ejemplo, hace no mucho me llegó un golpe directo al corazón el cual no se rompió, pero sí empezó a sangrar de a poquitos. Cuestión de orgullo mas no romance. Me di cuenta al tomar la taza de café que tenía enfrente y ver mis dedos rojos y ensangrentados. Esa mañana me había hecho una pequeñísima cortada en el índice izquierdo, de esas de papel, y el corazón aprovechó. Terrible batidillo medio controlado con servilletas de papel. Una metáfora que sólo yo entendí. Aquí no pasa nada, vámonos a lo que sigue.

Según los expertos, la resiliencia se va adquiriendo desde la infancia, no aparece en el ADN, no se hereda, se aprende literalmente a madrazos, traumas de la infancia y similares. Cuando las cosas no salen bien, se quedan a medias, se quedan calladas, no logran comprenderse del todo.  Llorar es de resilientes, digo yo, pero es un llanto casi en silencio, agüita salada que va cayendo, que no hace ruido, no se queja, no culpa, sólo cae. Leí en algún lado que a veces los recuerdos se salen por los ojos en forma de lágrimas que se resbalan por las mejillas. Así la resiliencia. “! ¡Pero yo sufro!” me quejaba amargamente con mi terapeuta. “No estás sufriendo, estás reforzando tu resiliencia”, me contestó. Qué padre, como si a estas alturas del partido necesitase echarle algo más al kilometraje. Pero sí. Al mal tiempo buena cara, buena, actitud y santo remedio. Algunos comparan la resiliencia con un músculo que se puede desarrollar a través de experiencias y desafíos, retos cuyo resultado no necesariamente es el óptimo, pero con lo cual se puede practicar. Devon Harris es un excampeón olímpico quien compara la resiliencia con el aprender a caminar y el proceso de caerse, levantarse y volver a intentarlos hasta tener el control. También es de vital importancia que la mente esté preparada para no decir “hasta aquí”, el chiste es no ver los obstáculos como tales sino como oportunidades de crecimiento. Así, la resiliencia para Harris no trata de nunca caerse o cometer errores sino de siempre levantarse y seguir adelante. En conclusión, parte innata, parte aprendida, la resiliencia es una de las mejores herramientas que se pueden tener a la mano hoy en día. Afortunadamente.

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