Hay días en que mi cerebro no puede más. No tiene nada que ver con la depresión, es simple agotamiento mental. Ganas de no pensar. Oír, ver, sentir, todo lo demás se vale menos pensar. Quiero darle a mi cerebro la oportunidad de recargar baterías, a dejar de presionarse por un rato. Como cuando el cuerpo se sumerge en una tina con agua caliente y burbujas, el cerebro también un descanso. Cerrar los ojos, respirar hondo y dejarse llevar por uno mismo tratando de ignorar ese el ruido que nunca para. Sin críticas. Sin juicios. Sin asumir ni catalogar. Acusando recibo del pensamiento y dejándolo pasar. Algo parecido a la meditación. Ayer fue uno de esos días.

Un poco de contexto. Tomé la decisión de dejar Hong Kong en diciembre de 2019, sin imaginarme por un momento la que se venía y no solo me refiero al Covid. Han sido meses y meses de planificación e implementación, cambios y modificaciones por circunstancias ajenas a mí y burocracia, mucha burocracia. Papeles. Formas. Tarjetas. Registros. Ayer, por ejemplo, tuve que pasar la noche en la ciudad de Onteniente (35,395 habitantes), a sólo 85 kms de Valencia Capital, porque el camión que me aseguraron pasaría a llevarme a la estación de tren no hizo parada… La historia es larga y aburrida y afortunadamente todo se resolvió sin más, pero no cabe duda de que la logística y administración de todo el numerito me han traído en jaque. Y ni meternos en la cuestión emocional porque nunca acabaría. Bien se sabe que una mudanza es uno de los cinco grandes estresantes de la vida junto con el divorcio, pérdida de trabajo, la muerte de un ser querido y una enfermedad grave. Mi cambio no solo fue de casa sino de país, continente, cultura e idioma. El shock ya pasó pero soy frágil y me tengo que ir con cuidado. Tengo hábitos y rituales imprescindibles para mi paz mental que, cuando por alguna razón impredecible se ven alterados, pueden hundirme en la obscuridad.

No sé si fueron las filas y filas de olivares, naranjos y almendros en flor, o dos conejitos negros que logré ver desde el tren de las 09:07 con destino final a Valencia-norte. O tal vez fuera el sol a esas horas de la mañana. Mal dormida e incómoda, pude de pronto olvidarme del extraño limbo en el que he estado viviendo y dejar entrar ideas locas e improbables pero divertidas. Dejé volar la imaginación. Puse pausa al cerebro. Pude haber tomado un taxi y ahorrarme los 20 minutos de caminata que hago hasta mi casa, pero decidí mejor caminar a través de la Plaza del Ayuntamiento y seguir por San Vicente Mártir hasta la Plaza de la Reina, y de allí derecho derecho hasta llegar al lado del Antiguo Cauce del río Túria. Junto a una fuente encontré una banca en la que me senté un ratito a ver las palomas que andan por allí buscando qué comer. Me fui cuando me dio hambre.

La finca de enfrente de mi departamento está siendo remodelada, justo a la altura de a mi estancia. Normalmente la inconveniencia del polvo, ruido, y música a distintos volúmenes durante la mayor parte del día, seria motivo de mal humor y la constante sensación de estar siendo observado. Hoy no. Las voces y el ruido de fondo son más que bienvenidos. No sé bien si es bachaca o rumba, salsa o alguno de esos ritmos que suelo confundir pero que en pequeñas dosis me alegran el día. Además, no importa porque hoy unicornio con cola de arcoíris que extiende sus alas y vuela por los aires dejando a lo largo estrellitas de oro y plata.

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