Señoras, señores, amables lectores: traigo mal de amores. A estas alturas, con kilometraje acumulado y anécdotas tanto propias como ajenas, caí sin darme cuenta en las mismísimas fauces del lobo quien ni siquiera venia disfrazado de oveja. Ahhhhh (suspiro), como dijo Blas Pascal y no me canso de repetir: “El corazón tiene razones que la razón no entiende”. Esto de sufrir un crush ha sido divertido, frustrante, emocionante; las mariposas del estómago despertando de su larga siesta hicieron fiesta, y yo como quinceañera impaciente admirando sus alas de colores y calculando lo alto de su vuelo. No por nada se dice que el amor es una cosa esplendorosa, sobre todo en esa fase inicial imposible de esconder, entender, controlar de alguna manera. Anduve distraída, olvidadiza, sonriente, paciente, con poca hambre y una manera de moverme tan graciosa que parecía que en cualquier momento mis propias alas se extenderían para echarme a volar. Como canta Emmanuel “...siempre está en portada, cada mañana, en el diario de mis penas... Me entiende, me tantea, se enciende, coquetea, se evapora”, ¡puff! así nada más porque sí, sin explicaciones o despedidas. Mi chico de humo. De un día para otro desapareció. Ghosted. No solo de moda sino además de temporada. Un ejemplo clásico del mundo del ligue en el primer cuarto del siglo XXI, de la conquista post-moderna, del amor por algoritmo.
No fue la primera vez ni será la última y en realidad la cosa no es tan grave. Pero esa sensación, esa locura pasajera que no logro esconder cuando caigo víctima de la infatuación nadie me la quita. Las conversaciones imaginarias en donde todo lo que sale de mi boca se vuelve interesante, un daydreaming constante, las ideas, los planes, el caminar como en nubes... Y el espejismo que a veces de un jalón y otras poco a poco se va atenuando hasta convertirse en arena que vuela de mis manos y se pierde entre mis dedos. La incertidumbre y esperanza frente a frente al “crucigrama viviente”. Ni todo lo que brilla es oro ni siempre se ve claro, pero qué bonito es sentir que una va por las calles representando el amor verdadero, contagiando a quien se deje de lo que claramente es una sobredosis de dopamina. El chocolate solo empeora la situación. Además –y a pesar de que lo prefiero al teléfono- la correspondencia por texto es de las mejores maneras de mal comunicar nuestros sentimientos y mal interpretar las intenciones de las demás personas.
Leía por allí que, en casos de infatuación como este, la intensidad de los sentimientos es igual de fuerte en cualquier sexo, a cualquier edad. La diferencia, diría yo, está en la reacción ante el rechazo, la frustración y olvidarse de la idea de que si tan solo se nos diera una oportunidad, ese alguien especial entraría en razón y el amor surgiría: Locura a dos. La infatuación es como una enfermedad cuyos síntomas no se pueden controlar, arma de dos filos que solo conoce extremos y no deja pensar claro. Alguna vez quise aplicar magia blanca al crush de la semana y el interfecto se casó con otra, así que estoy segurísima de que por ahí no va la cosa. Además, ¿quién sabe? La ilusión de lo técnicamente posible pudiese ser preferible a la realidad de una relación con todas sus verdades: compartir humores, cansancios, días no tan buenos, el baño, las pequeñeces que hacen de la vida lo que es. Yo en lo personal no tengo prisa, pero tampoco ganas de perder el tiempo. Que será, será.