Con notable rapidez, no más de cinco votaciones, los cardenales de una de las iglesias más antiguas del mundo designaron a su nuevo Papa. Una vez más todos los vaticanólogos y apostadores quedaron notoriamente desmentidos por la realidad. La Iglesia Católica, apostólica y romana es una monarquía absoluta de base teocrática, donde la soberanía reside en el Espíritu Santo que inspira a los cardenales para designar al Papa y a su vez ésta por inspiración del Espíritu designa los obispos y a su vez selecciona a los cardenales que elegirán al nuevo Papa. Aunque no podemos negar que pudiera ser que el Espíritu sea adecuadamente orientado.
La Santa Sede es la conjunción del Estado Ciudad del Vaticano, un país de 66 hectáreas de superficie y no más de 4,000 ciudadanos, que a su vez alberga a una iglesia que se reivindica fundada por Jesús de Nazareth, diseminada en todo el planeta, con alrededor de 1,400 millones de feligreses, quienes consideran a Jesús como Cristo, el hijo que Dios envió a la Tierra para salvar a los seres humanos y llevarlos al Paraíso. Originada como una corriente dentro del judaísmo, los Apóstoles decidieron convertirla en una iglesia universal. “Id y predicad el evangelio a todas las naciones”, será la Gran Comisión que rompió la etnicidad de la Iglesia y la llevó a todos los rincones del planeta.
Los conversos construyeron una Iglesia de creyentes cristianos convencidos que pusieron en jaque al Imperio Romano, desarrollaron comunidades dirigidas por hombres y mujeres quienes por primera vez pusieron en alto como modo de vida las convicciones de construir una nueva humanidad, regida por la solidaridad, el amor al prójimo y el respeto mutuo, entre otras cuestiones, al margen de la riqueza, el origen étnico y la condición social. El Imperio Romano, consciente del problema, decidió cooptar a los cristianos asumiéndolos como parte del Imperio y cambiando la estructura de las comunidades cristianas “desde adentro”.
Recurrentemente existen tensiones al interior de la Iglesia, entre quienes están interesados en una iglesia de estado, una estructura del sistema hegemónico destinada a formalizar la dominación y quienes quieren dedicarse a la idea original: la salvación de las almas, a la vez que mejoran las condiciones de existencia de los seres humanos. Las guerras europeas y mundiales causaron millones de muertes y muchos se preguntan dónde estaba Dios. Las iglesias en muchos casos tuvieron el error histórico de bendecir las armas de los combatientes. Para muchos Dios no está en esos hombres.
La Iglesia Católica celebró el Concilio Vaticano II (1963-65) para “entender los signos de los tiempos” y se renovó con el papa Paulo VI, quien intentó actualizar a la Iglesia y tomar distancia de la Guerra Fría que confrontaba a las potencias hegemónicas. Lanzó dos encíclicas que alarmaron a los poderosos: Pacem in terra (Paz en la tierra) y Populorum Progressio (El progreso de los pueblos) pues evitaba entrar en la confrontación a llamaba a un compromiso con los pobres y desamparados, además que cuestionaba a los complejos industriales militares que lucraban con la guerra.
El fallecimiento de Paulo VI dio lugar a la designación de Juan Pablo I, que intentaba continuar con la línea de su antecesor. El fallecimiento del elegido en condiciones sospechosas puso de manifiesto la dimensión del conflicto y la importancia de la Iglesia Católica en la construcción de la cultura. La designación de Juan Pablo II, un papa que venía de Polonia, un país católico que a su vez no estaba de acuerdo con el “socialismo real” que le impusieron las grandes potencias en los Acuerdos de Yalta, implicó una vez más el involucramiento de la Iglesia Católica en las dimensiones de la Guerra Fría, que implicaba a su vez respaldar siniestras dictaduras en América Latina.
El juego en la política internacional de la Iglesia sólo le sirvió para que los fieles interesados en recibir apoyo espiritual, un respaldo caritativo y un modo de vida que le permitiera afrontar los desafíos de la vida familiar, social y comunitaria, se sintieran defraudados con la milenaria institución, muchos se fueron a otras iglesias, que en la mayoría de los casos eran más exigentes en pedir y garantizar un modo de vida cristiano en comunidad. Otros simplemente se fueron a su casa. Los templos católicos se vaciaron y las vocaciones religiosas se desmoronaron. El único catolicismo que crece es el misionero, donde la Iglesia católica se compromete con la paz y el desarrollo de los pueblos en África, Asia y las islas de la Polinesia.
Esta situación llevó a la renuncia de Benedicto XVI, quien tuvo la decencia de reconocer las dimensiones del caos institucional, la crisis de la Iglesia y en un acto de humildad y “amor a la Iglesia” prefirió renunciar y apoyar a quien se opusiera a su designación. Jorge Mario Bergoglio, Francisco, asumió el desafío y generó muchas esperanzas, tomó distancia de los poderosos, se presentó dando un ejemplo de vida cristiana y respaldó múltiples iniciativas basadas en las tradiciones bíblicas, la pobreza y vida comunitaria de los judíos del Éxodo que huían de la esclavitud en Egipto y el mensaje de Jesús de Nazareth, quien exigía a sus seguidores vivir de acuerdo con la “ley de Dios”, despojándose de egoísmos, hipocresías y superficialidad.
Los poderosos que se sentían realizados porque podían pagar 50 mil dólares para que Su Santidad bautizara a su nieto, se sintieron excluidos, pero, por el contrario, los “excluidos y descartados” sintieron por primera vez en muchos años que esa era su iglesia y regresaron no a los templos en manos de sacerdotes y obispos en quienes no confían, sino que por el contrario buscaron otras formas de reconciliación con su comunidad de creyentes. Una encuesta recientemente aplicada en Italia señalaba que apenas 52% se consideraba católico y 70% reconocía a Francisco como su líder espiritual, estas son las dimensiones de la crisis.
La muerte de Francisco abrió debates, expectativas, temores y esperanzas. Quienes habían perdido sus privilegios “poco cristianos”, con Francisco esperaban un Papa que les restableciera sus privilegios y llegaron a amenazar con un cisma. Quienes se sentían reivindicados por Francisco temen que la Iglesia vuelva a los tiempos que bendecían las armas de destrucción y a los poderosos dominados por la avaricia que acumulan riquezas que ni ellos ni sus descendientes podrán gastar, que no les preocupa la situación de sus semejantes.
Francisco aplicó con precisión el mandato que le dieron los cardenales, tratar de rescatar a la Iglesia. La tarea no es sencilla, en estos doce años de pontificado quedó claro que cuando se creía que un problema estaba resuelto surgían dos más, esas son las dimensiones de las estructuras complejas de la burocracia más antigua del mundo. Francisco, conociendo la estructura, designó cardenales con tradición misionera, quienes dieron su testimonio de ir a los “confines del mundo” a llevar el mensaje cristiano. Quienes se quedaron a disfrutar las mieles de la abundancia fueron descartados. La designación de León XIV, un gringo que aceptó renunciar a ser americano y se nacionalizó peruano, fue a las comunidades más apartadas a llevar el mensaje, ese podría ser quien continúe con la tarea emprendida.
La moneda está en el aire y el desafío es tremendo, la historia y la vida lo dirán.
Doctor en Antropología, profesor-investigador emérito ENAH-INAH