En 1977 ingresé a la Universidad Nacional Autónoma de México después de haber estudiado la licenciatura en una universidad privada, en la que obtuve las bases generales de mi profesión: la historia del arte.
A mucha honra puedo decir que soy una orgullosa exalumna de posgrado de la Facultad de Filosofía y Letras —donde me formé en sus aulas—, así como becaria el Instituto de Investigaciones Estéticas, laboratorio de las mejores investigaciones en su campo, que tiene como tarea el estudio de la teoría, la crítica y la historia del arte. Las becas que el Instituto otorga son la llave para entrar en contacto con las grandes figuras de mi especialidad, y ofrecen la posibilidad de colaborar en proyectos generales de investigación, por demás interesantes e importantes.
En ese selecto entorno tuve la gran oportunidad de conocer a la Dra. Elisa Vargaslugo (1923-2020), extraordinario ser humano, eminencia en su campo de estudio: el arte virreinal, investigadora emérita de la UNAM y notable maestra. A lo largo de muchos de sus años como docente, la doctora se dedicó a realizar y encabezar importantes investigaciones, en muchos casos apoyada con gran entusiasmo por un grupo selecto de alumnos de diferentes generaciones, elegidos por ella, con los que conformó un equipo de trabajo que la acompañó por los caminos de México, bibliotecas y archivos nacionales para llevar a cabo investigaciones en favor de la defensa, conservación y difusión del patrimonio de nuestro país y que, en algunos casos, derivarían en libros publicados por nuestra querida UNAM. Yo fui una de esas afortunadas personas en ingresar a su seminario que perduró —con un pequeño grupo de alumnos— hasta su fallecimiento. Como su pupila aprendí más de lo que instruyen los libros, reforcé lo enseñado por mis padres acerca de los valores y la ética, me nutrí de amor hacia nuestro país y, sobre todo, me percaté de la gran importancia que reviste lo que puede aprenderse de la vida en nuestra alma mater y, especialmente, con maestros como ella. Doña Elisa, como muchos la llamaban, junto con su esposo, el Dr. Carlos Bosch, miembro del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, dedicaron toda su vida a sus alumnos, no sólo para formarlos en el campo profesional, sino también en el ámbito personal.
Estoy segura de que, como ellos, múltiples académicos han dejado una impronta imborrable, que confirma que nuestra universidad no la conforma un notable conjunto de edificios, sino el enorme grupo de profesores que, con el apoyo de instituciones como la Fundación UNAM, trabajan de manera altruista a favor de las causas y objetivos de nuestra Máxima Casa de Estudios, apoyando de diferentes maneras la docencia, la investigación y la difusión de la cultura, en vías de forjar mejores ciudadanos.
Para terminar, cito al Dr. Pablo Amador, un brillante colega y también exalumno de Elisa Vargaslugo, quien en un discurso de homenaje a nuestra maestra en Taxco, (2018), en reconocimiento por su incansable defensa del patrimonio de dicha ciudad y de la iglesia de Santa Prisca, subrayó: “La biografía de un maestro son sus alumnos”.
Doy gracias a quienes en nuestra Universidad nos permitieron ser una pequeña parte de su biografía, y agradezco a mis maestros el haber sido una gran parte de la mía, al haberme proporcionado una formación integral.