Una de las características poco señaladas de las tres últimas décadas en la historia política de México es que, pese a la pléyade de partidos que aparecen y desaparecen cada seis años, el sistema se ha mantenido esencialmente como tripartita.

Los públicos electorales se han dividido, por lo menos en los discursivo, en derecha centro e izquierda y la demanda ha moldeado la oferta política. Sin duda, los mayores representantes oficiales de estas formas de pensar han ido cambiando en la preferencia de las y los mexicanos, siendo la izquierda la que ha sufrido mayores cambios y trasmutaciones.

Recordemos que el Partido Socialista Unificado de México (PSUM) de los 80 se significó el primer gran intento de unificar las diversas visiones y propuestas de la izquierda, algo que a la larga terminó cristalizando en el Partido de la Revolución Democrática (PRD), heredero institucional del movimiento cardenista de 1988 y al que se unió Heberto Castillo -abanderado del PSUM en ese mismo año-, entre otras figuras míticas de la lucha. El PRD fue el primer partido de izquierda en la historia nacional que aspiró auténticamente a ganar la presidencia por medio de elecciones.

En cuanto a la derecha, sin ninguna duda el Partido Acción Nacional (PAN) fue la oposición más articulada contra la hegemonía tricolor, al punto de que logró vencer al llamado partido aplanadora en la elección del 2000 y repetir, bajo serios cuestionamientos y con prácticas poco éticas, su triunfo en 2006 al derrotar al entonces candidato López Obrador.

El centro, una opción que con el paso de los años se ha ido reduciendo por la polarización actual, le ha tocado históricamente al Partido Revolucionario Institucional (PRI), el partido que gobernó México casi todo el siglo XX y que inspiró a Giovanni Sartori a crear la categorización de “sistema de partido hegemónico”. Sin duda han existido varios intentos por lograr partidos socialdemócratas de corte europeo, pero todos han quedado eliminados tras sus primeras elecciones federales.

Hasta ahí todo claro. Sin embargo, desde 2011 con la fundación del partido Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), todo este equilibrio se vio completamente trastocado. Por una parte, se trataba de un partido oficialmente de izquierda nacionalista y democrática, que era formado política e ideológicamente gracias a la figura caudillista del político de izquierda que más cerca había estado nunca de gobernar México.

Esta agrupación arrebató a los demás partidos la bandera de la causa de izquierda en México, pero además incluyó el nacionalismo de la revolución mexicana y de la constitución de 1917, tradicional ideología priista, sumando a las clases medias hartas de la corrupción e incumplimiento del PAN y el PRI, así como de los grupos populistas más duros, afines al foro de Sao Paulo. Una mezcla explosiva que dejó en la lona tanto al partido tradicional de la derecha como al centrismo nacionalista y provocó la desaparición del PRD, la opción de izquierda partidista más fuerte por casi tres décadas.

En otras palabras, MORENA engulló a una gran parte del espectro político nacional, afectando a los institutos políticos de forma casi irreversible.

A este hecho hay que sumar que tanto el PRI como el PAN nunca se atrevieron a apostar por una verdadera democratización de la vida política mexicana, lo cual incluía el desmantelamiento de presidencialismo, algo que no ocurrió y dejo la puerta abierta a los nuevos presidencialismos imperiales y su hegemonía correspondiente.

El momento más evidente de la crisis del sistema y su “oposición” ocurrió durante el proceso de selección del candidato opositor en 2024. Amenazas socarronas de romper la alianza, un proceso alejado de la sociedad y de tipo cupular, filtraciones de reparto de puestos, falta de apoyo entre partidos y hacia la candidata, así como un evidente caciquismo de conveniencia personal en el PRI y el PAN, mostraron que el único partido con arraigo social era el que gobernaba.

Este es el escenario en el que se presenta 2025, año en que la constitución marca la posibilidad de crear nuevos partidos políticos. La palabra que parece dominar el futuro panorama de la política es pulverización, una que se genera de forma evidente y una segunda menos probable pero posible.

La primera es en el caso de que se formen nuevos partidos auténticamente opositores a la nueva hegemonía o que se generen satélites como el PT, el PES, el PVEM o Que siga la Democracia. La estrategia ya había sido usada por la primera hegemonía, la tricolor. Con muchas opciones sin posibilidad de triunfo, pero con presupuesto, espacio en medios y mucho ruido político, el voto de los inconformes no iba al PAN o las opciones de izquierda reales.

Algo parecido parece suceder hoy día: muchas opciones, poca oposición. De hecho, debido a la crisis del PAN, tradicionalmente el más competitivo de la derecha mexicana, debido a sus pésimos liderazgos y su complicidad para allanar el camino a MORENA, no está claro si permanecerá viable o será sustituido por una nueva opción de centro-izquierda, un partido confesional o su fuerza electoral se diluirá en varias opciones que cubran todo el espectro de la derecha.

Algo parecido ocurre con el difunto PRD. El discurso de izquierda lo posee ahora el gobierno, aunque abundan las evidencias de su falsedad, y el riesgo es que así permanezca la situación. De lograr el registro, el partido de la marea rosa -que engloba la oposición más activa de la elección presidencial del año pasado-  deberá demostrar cercanía a los liderazgos no partidistas y traicionados por el oportunismo guinda, organización, transparencia y un buen programa en menos de tres años. De lo contrario, las nuevas versiones del PPS, PARM y demás viejos partiditos de la era priista ocuparán su lugar y pulverizarán el voto de la izquierda que no es guinda.

La segunda pulverización es mucho menos probable, pero no descabellada. Si la construcción de la actual hegemonía pierde piso, falla de forma estruendosa o genera una crisis económica derivada de su modelo asistencial-clientelar basado en la deuda, es posible que genere un hartazgo y furia electoral en su contra parecido al que logró sacar al PRI de los Pinos en el 2000.

Hasta ahí la semejanza, pues las circunstancias actuales son muy diferentes a las de 1999, empezando por el caudillo tras bambalinas. El conjunto de condiciones que se deberían dar para que MORENA pierda el poder presidencial tendrían que ser muy grandes y precisas.

No obstante, su mal desempeño como gobernantes podría empezar a reflejarse en la primera parte del llamado segundo piso del régimen. Lo más probable es que, si los nuevos partidos no caen en los viejos vicios se conviertan en opciones reales. Eso haría que el voto para conformar el legislativo se pulverice y empiecen las concesiones del poder, iniciando su lento derrumbe. Es algo que ya ocurrió  en México y podría suceder nuevamente.

Sea en un sentido o en ambos, la pulverización es el signo de los tiempos políticos en México.

@HigueraB

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