Durante la sesión en que la Corte resolvió amparar a una mexicana de religión musulmana para permitirle aparecer en la fotografía de su pasaporte con la cabeza cubierta por el velo islámico, dos ministras condenaron la poligamia —admitida por el islamismo— como una práctica inaceptable. Tal dualidad revela la inconsistencia del sistema jurídico frente a los dilemas éticos y es una manifestación de los diferentes raseros con los que se miden determinadas conductas a partir de la innegable existencia de un núcleo moral que condiciona las decisiones jurídicas.
Ciertamente, ese núcleo moral se ha movido, empujado por el concepto del “libre desarrollo de la personalidad”, pero incluso ese desplazamiento tiene un límite que la propia moral le impone, el cual se traduce en un impedimento jurídico, como en el caso del matrimonio múltiple. Yo creo que ese límite es correcto y si el “progresismo” lo moviera, seguiría defendiendo mi derecho a mantener mi convicción ética, que protege la Constitución.
El problema jurídico es la inconsistencia en los razonamientos que involucran estas tensiones entre convicciones éticas diferentes, abriendo paso a una injustificada intolerancia. Con rigor lógico tendríamos que aceptar como igualmente válidas, la convicción de la mujer islámica que considera ofensiva la pretensión de obligarla a retirarse el hijab, y la de un grupo de personas que desean contraer un matrimonio múltiple, independientemente de que las normas jurídicas, por criterios de moral pública, acepten una posición y rechacen la otra.
Pero el mismo respeto merecen aquellos cuya apreciación moral rechace el matrimonio homosexual, la condición transgénerica o la adopción por parejas del mismo sexo, así como su derecho a manifestarlo libremente sin ser objeto de condenas sociales y menos de sanciones jurídicas, como las aplicadas a personas privadas de su trabajo por expresiones tildadas “de odio”. Me pregunto si las ministras que durante la discusión del velo islámico se manifestaron contra la poligamia pueden ser acusadas de odiar a los miembros de la religión islámica que permite esa práctica.
Diferir moralmente no significa odiar. El concepto mismo de lenguaje de odio es absolutamente contrario a la protección que la Constitución concede a las libertades de convicciones morales y de expresión. La moral social se modifica y a su ritmo el Derecho cambia. Lo que hasta hace poco más de doscientos años en sociedades culturalmente evolucionadas era considerado moralmente aceptable por la mayoría que sancionaba las normas jurídicas, como la esclavitud, hoy se prohíbe estrictamente, y lo que era condenado con severidad, como la homosexualidad, ahora es motivo de orgullo público. Pero la aceptación y tolerancia jurídica de la diversidad sexual, de la igualdad racial o la de género, han venido acompañadas de una marcada intolerancia tanto social como jurídica contra quien se atreva a diferir del valor moral de esos fenómenos. Todo mundo tiene derecho a defender sus pretensiones aun en contra del sentir mayoritario, pero el mismo derecho a expresar su incomodidad tienen quienes difieren de las pretensiones minoritarias, sin que se satanice su pensamiento o se les cancelen sus derechos.
Recuperar el valor de la tolerancia es una asignatura pendiente en las sociedades que nos definimos como democráticas.

