Así exclamó el niño del cuento de Andersen que ironiza sobre el miedo a ser juzgado mal por la sociedad en la medida en que se tiene una percepción diferente de algo, que prácticamente todo el mundo elogia. Pues bien, hoy me la voy a jugar y diré lo que yo vi, como el niño del cuento, aun a riesgo de ser llevado a la moderna hoguera de la “cancelación”. Como mecanismo preventivo usaré la fórmula que mi mamá empleaba cuando se disponía a contradecir a la mayoría: “A mí me van a perdonar, pero” la inauguración de los Juegos Olímpicos me pareció un espectáculo denigrante por tantas razones que no me alcanza el espacio para reseñarlas. Mencionaré solo algunas.
Denigrante para los deportistas a quienes embarcaron como hatos de ganado en botes compartidos, arrebatándoles la ocasión de entrar con dignidad al estadio olímpico cuyo papel central en las justas se remonta a la Antigüedad Clásica, sin permitirles marchar encabezados por un abanderado cuya imagen al frente del conjunto nacional presumiría con orgullo toda su vida y guardaría como un tesoro. Esto se perdió en medio del desordenado grupo que flotaba a la distancia como comparsa de carnaval en medio del río.
Irrespetuoso para los asistentes que pagaron para ver la ceremonia en pantallas ubicadas a lo largo del trayecto, pues solo un fragmento de la realidad estaba al alcance de su vista, además de convertir su visita turística en un calvario por las limitaciones impuestas por razones de seguridad. ¡Ah! Y como homenaje a los monarcas invitados: la imagen de María Antonieta decapitada.
Humillante para los parisinos sometidos a un estado de sitio, no solo en sentido metafórico sino real para los miles de estudiantes a los que desalojaron forzadamente de sus viviendas para albergar a policías que llegaron de varios países, inaugurando un peculiar estilo de organización en la que paralelamente a las delegaciones de atletas, arriban las de agentes policiacos.
Ofensiva para los cristianos, en particular los católicos que presenciaron la mórbida degradación de una de las representaciones más caras para su fe al convertir a La Última Cena en una oprobiosa exhibición de un talante torcido e irrespetuoso. Contrasta el tratamiento del cristianismo con el justificado temor frente a Mahoma y sus adeptos.
Denigraron al Olimpismo al exponerlo al rechazo de grupos de la sociedad y degradar uno de sus símbolos más antiguos: la Antorcha, pues en lugar de exaltarla la hicieron emerger de la profundidad de las cloacas.
La ceremonia por primera vez tuvo la desgracia de alejarse del espíritu olímpico de concordia para convertirse en motivo de enfrentamiento y repulsión, cuyo despliegue de referencias a una cultura que no es representativa del deporte generó molestia en muchas familias que incluso apartaron a sus hijos pequeños de un espectáculo que sintieron injurioso.
Pertenecer a una comunidad que defiende sus derechos no debe ser motivo de condena, pero tampoco el no pertenecer a ella. En lugar de apreciarse como un ejercicio de respeto a la libertad de expresión, puede catalogarse como el uso irrespetuoso de la misma. Callar ante estos excesos no es tolerancia, sino cobardía. Todo tiene un límite, la ceremonia olvidó al deporte y privilegió elementos disruptivos.
En un chat vi esta sentencia: el mundo empieza a entender por qué tantos franceses votaron por Le Pen.