Cuando la entrega del Premio Nobel de la Paz incide en una tensa situación internacional que involucra una amenaza de invasión armada y la galardonada parece alentarla, cuando se habla seriamente de otorgar ese reconocimiento a un presidente que cambió el nombre de su Secretaría de la Defensa por Secretaría de Guerra, don Alfredo debe estar revolviéndose en su tumba ante la desnaturalización de sus intenciones. Más grotesco aún es el ambiente en torno a ese premio si se considera que la nominación en favor de Trump la hizo un jefe de Estado contra el cual existe orden de arresto por genocidio.
Como es sabido Alfredo Nobel, inventor de la dinamita, legó su fortuna a un fondo destinado a premiar anualmente a quienes hicieran aportaciones a la humanidad y, especialmente para lavar su mala imagen como productor de armamento, uno de los premios se entregaría “a la persona que haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos permanentes, y la celebración y promoción de congresos de paz.”
Lo cierto es que el otorgamiento pocas veces ha sido consistente con la intención de su creador. En términos generales ha habido un sesgo a favor de los intereses de las potencias occidentales, de las que provienen la gran mayoría de quienes lo han recibido a lo largo de un periodo marcado por dos guerras mundiales y muchos conflictos armados propiciados por esas potencias. El premio parece servir para compensar las agresiones bélicas con el reconocimiento a personajes que realizan funciones diplomáticas, tareas burocráticas o activismo político.
Ocasionalmente se otorga con justificación a personas que han logrado la solución de conflictos mediante la resistencia pacífica que concuerda con el propósito original, como Mandela o Luther King, o a organizaciones cuyos miembros incluso arriesgan la vida para paliar los estragos de la guerra, como la Cruz Roja Internacional o Médicos Sin Fronteras. Al margen de esto, ha habido casos aberrantes como el conferido a Barack Obama, quien presenció complacido el homicidio de seres humanos cuando junto con Osama Bin Laden murieron su hijo y una mujer que vivía en el complejo atacado. El terrorista por supuesto merecía una pena muy severa por sus acciones, pero previa realización de un juicio seguido con las formalidades del procedimiento, propias de una nación democrática. Obama nunca cumplió su promesa de sacar las tropas de Afganistán, ni de cerrar la prisión de Guantánamo donde se hace gala de violar impunemente los derechos humanos.
La señora Corina Machado, homenajeada este año, puede tener admirables méritos en su lucha política tendiente a lograr una victoria democrática en su país, pero el premio no fue diseñado para impulsar a actores políticos por muy legítima que sea su lucha en busca de un cargo; menos para apoyar a quien en lugar de promover la paz parece estar impulsando la posibilidad de una acción bélica de Estados Unidos contra su propio país. Hubiera sido más ético premiar a alguna de las organizaciones que han llevado ayuda humanitaria a Gaza, muchos de cuyos miembros fueron asesinados por fuerzas israelíes.
En suma, el empleo —salvo raras excepciones— de ese premio para fines políticos, abona a su desprestigio y lo convierte en la antítesis de aquello para lo que se supone que lo creo el señor Nobel.
Investigador de El Colegio de Veracruz y magistrado en retiro. @DEduardoAndrade