Colima era hasta hace unos años, un apacible lugar en el que no se veían los niveles de violencia que ahora lo están sacudiendo y en el que funcionarios, políticos y elementos policiacos o militares parecen llevar la peor parte, lo que ha llevado a que el estado haya visto crecer notoriamente la inseguridad en sus calles y campos, todo en un momento en que se cuestiona al gobierno federal la continuidad de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública en tanto se consolida la Guardia Nacional.

El más reciente caso del asesinato del juez Uriel Villegas y su esposa, se viene a sumar, también en este mes, al hallazgo del cuerpo de la diputada local Anel Bueno, dos botones de muestra de que la criminalidad no respeta jerarquías ni teme golpear al más alto nivel al Estado, especialmente si siente que éste entorpece sus actividades ilícitas.

Tan solo en el curso del último lustro, 10 integrantes del servicio público fueron privados de la vida —el último, el juez Villegas—, se atentó contra otros dos más —uno de ellos Fernando Moreno Peña, exgobernador de Colima— y 27 integrantes de cuerpos de seguridad fueron ejecutados o cayeron en combate. Lo anterior sin contar intimidaciones o amenazas contra otros funcionarios y policías. No es de dudar que en mucho de esta situación tenga relación la presencia del Cártel Jalisco Nueva Generación, que es el que ha sentado sus reales en la región y cuyas acciones han generado gran temor que se traduce en un elevado grado de impunidad y de desidia de las autoridades locales para actuar con rigor.

Esta disyuntiva se revela como el gran pendiente a nivel estatal: dotar a los cuerpos de seguridad estatales de mayor fuerza y recursos, y procurar su profesionalización con capacitación y adiestramiento constante, especialmente en lo que concierne a la esfera municipal, que es el eslabón más débil de la cadena y el que, paradójicamente, siempre está en la primera línea de combate ante el crimen organizado.

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