El trabajo doméstico es una labor con un valor innegable y fundamental dentro de la sociedad de cualquier país, y sin el cual no solo se genera un hogar sin limpieza o desordenado, sino que se pone a sus ocupantes en riesgo de enfermar o sufrir un accidente en casa e incluso hasta perder la vida por cualquiera de estas causas.
Sin embargo, cuando el trabajo de casa se convierte en una carga inmanejable que limita las posibilidades de desarrollo laboral y profesional de uno o más de sus habitantes, da lugar a una especie de pandemia de trabajo no remunerado, que ata a las personas y no las deja crecer financieramente ni alcanzar su plena independencia. Y con frecuencia realizar esa labor recae en las mujeres por costumbres y tradiciones que todavía no han sido suplantadas por una ética del trabajo doméstico en el que ambos integrantes del hogar asuman la misma responsabilidad.
Si se cuantificara el valor económico de ese trabajo necesario e indispensable, resultaría que por invertir su tiempo, la persona que lo efectúa experimenta una pérdida monetaria de más de 5 mil 700 pesos si es una mujer y de la mitad de esa cantidad si se trata de un hombre.
Si bien independientemente del género el trabajo doméstico es una necesidad de cualquiera, más allá de los grados académicos o de la profesión elegida o el oficio que se ejerce para percibir un ingreso económico, pareciera ser que por una o por otra causa el cuidado del hogar termina recayendo casi siempre en la mujer.
Por eso a ellas que por necesidad o por voluntad decidieron emplear su tiempo y fuerzas en el trabajo doméstico, el Estado debiera asegurarse de proporcionarles alternativas de desarrollo, ya sea mediante el estudio o de oportunidades de trabajo digno y bien remunerado, y tras lo cual la labor doméstica se convierta en una elección personal y no una imposición de otros o algo forzado por la situación económica.
Porque si algo tienen claro los especialistas es que un país que puede garantizar a sus mujeres el acceso a su superación personal y con ello a su autonomía económica, y a las parejas se les dan facilidades para que la carga de la crianza de hijos no resulte en detrimento del desarrollo profesional ni un impacto en el ingreso de los hogares, sino por el contrario un incentivo para el crecimiento y el bienestar de la sociedad, se gana para toda su población una mayor competitividad en el mercado internacional.