Ante un buen libro de poesía, a algunos lectores les da por ponerse a definir la poesía. Es una actividad que, la verdad, entraña pocos riesgos; puede, además, dar satisfacciones inmediatas, como cuando uno dice ante una formulación eficazmente perfilada: “Esto salió muy bien.” Pero de todo hay en esto de la poesía y sus definiciones.

Este lector de poesía, pues, se inclina por subrayar las exigencias formales de las composiciones; aquél dice que el mensaje es el eje principal de cualquier pieza poética que en algo se estime; el de más allá contempla las posibilidades de tenaces exploraciones psíquicas cuyo instrumento es el lenguaje intencionado presentado en articulaciones regidas por leyes misteriosas.

No voy a tratar de definir la poesía ante las páginas de este libro titulado Gas lacrimógeno, de Ángel Ortuño; pero sí voy a declarar cuánto un libro como este pone en crisis esos terrenos conceptuales e inquisitivos gobernados por la pregunta sobre, oh, el “ser de la poesía”. Mejor me atengo a un punto de vista de veras original. Es este: para el poeta Antonio León, uno de sus lectores fieles, Gas lacrimógeno “es como si la poesía creada en la perla tapatía hubiese, por fin, convencido a la niña santa envitrinada de la catedral, de su verdadera vocación como niña del exorcista”.

Tengo serias sospechas sobre una diminuta comunidad de la que formaríamos parte Antonio León y yo mismo: la de quienes hemos leído y admiramos Gas lacrimógeno. No somos una secta ni un club literario ni un grupo de lectura sabatina; somos más bien una efusión semiclandestina de la sociedad, cuyo único objetivo es abrirse paso entre las nubes de ese gas titular que nos ha arrancado lágrimas extrañas.

La primera e inolvidable sorpresa, el primero de los nuevos estremecimientos que propicia este libro, es el índice de Gas lacrimógeno; allí encuentra uno títulos de poemas como estos: “¿Qué te hiciste, oh musa, que estás tan suavecita?”, “¡Cómo que se murió si me debía!”, “El asunto de este poema está sujeto a cambios sin previo aviso”. De una buena vez, advierto a los incautos que quieran pasarse de listos, que no se vayan por la fácil: no, esto no es un subproducto jalisciense de la antipoesía de Nicanor Parra; es algo desencadenado y desplegado en otros territorios, quizá más punzantes, más desencantados.

No puedo comentar con detalle, en este espacio, los poemas de Ortuño. Pero sí puedo recomendar, entusiasmado, Gas lacrimógeno.

Una vez fui con Luis Vicente de Aguinaga a visitar, en el centro de Guadalajara, a Ángel Ortuño, a la biblioteca donde trabaja. Hay fotografías de esa visita. Ortuño parece en esas ellas un joven señor muy despierto y sereno. No se le nota, pero forma parte de esa tribu de los poetas que conocen muy pocos y cuyos poemas son objeto de apasionamiento, de iluminaciones súbitas, de satoris indelebles: Jaime Jaramillo Escobar, César Dávila Andrade, por ejemplo.

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