Cuenta Joe Biden que sus antiguos colegas en el Senado de los Estados Unidos le reclamaban jovialmente que se pasaba el tiempo citando versos de poetas irlandeses. Biden explica que no lo hace por ser él mismo irlandés, sino sencillamente porque aquellos son “los mejores poetas del mundo”. Desde luego, es una opinión discutible, pero no absolutamente descabellada. (El actual presidente de los Estados Unidos dice que es “irlandés”: lo mismo sería escuchar a Robert de Niro decir que él es “italiano” o a Yo-Yo Ma que es “chino”: de esa manera se refieren a sus ancestros remotos o más o menos cercanos, así como a la tradición y a la cultura que los nutrió. Son, todos ellos, desde luego, norteamericanos o, como ahora se dice trabajosamente “estadounidenses”.)

Irlandeses y mexicanos comparten algunos rasgos: son países en los que hay una presencia fuerte del catolicismo y existe la no menos poderosa gravitación de un vecino potente y agresivo. Esas características explican quizá la heroica decisión de los soldados del Batallón de San Patricio de unirse a los mexicanos en su lucha común contra los invasores y opresores. Uno de mis paseos favoritos con amigos norteamericanos es a la plaza de San Jacinto, en San Ángel, para admirar el monumento a esos soldados que se sacrificaron por el país que les habían ordenado invadir.

Pero vamos a los poetas.

En la fiesta nocturna por el principio del gobierno de Biden participaron varios músicos y uno de ellos, Lin-Manuel Miranda, estrella de Broadway, hizo algo que seguramente le simpatizó al nuevo gobernante: dijo un fragmento del poeta irlandés, cómo no, Seamus Heaney, a quien dediqué un sentido recuerdo en esta misma columna cuando murió, en 2013. Es un pasaje en el que todo avanza hacia el verso en que se habla de cómo pueden rimar la esperanza y la historia.

Lo que recitó Miranda lo firmó Seamus Heaney, desde luego; pero no es total y absolutamente una creación suya: es una reescritura de Sófocles, del drama titulado Filoctetes, nombre de un veterano guerrero de los aqueos. Heaney se apropió de la obra griega, la reescribió, y le puso el título de La curación en Troya; aparece a veces como una obra suya y otras veces, con más exactitud y justicia, como la reelaboración de un texto clásico.

Cualquier distraído diría que Heaney robó a Sófocles y le arrebató indebidamente el crédito de una historia apasionante. No es así. La sólida formación clásica del poeta irlandés le pidió, por así decirlo, esa “toma” de una obra ajena para hacerla suya y firmarla con su nombre; eso hizo James Joyce, otro irlandés genial, con Homero, cuando compuso su oceánica novela Ulises. Heaney lo hizo también con otra obra de Sófocles, la célebre Antígona, que él convirtió en Sepelio en Tebas, puesta en buen español por Hernán Bravo Varela (y publicada por Vaso Roto).

Luego de la estulticia de Trump, es refrescante un político con buenas lecturas.

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